Hace pocos días, releyendo los Carnets de Albert Camus, textos a los que recurro con frecuencia para apuntalar mis ansias de libertad sin barreras, me tropecé con una reflexión suya que siempre me ha parecido luminosa, pues me ayuda a entender mejor algunas de las conductas humanas más aberrantes: La necesidad de tener razón es “signo de un espíritu vulgar”.
De esta simple frase podemos deducir algunas verdades útiles. La primera, y quizá más importante, que el espíritu que no le da cabida en su conciencia ni en su corazón a la duda y vive en cambio aferrado a la ciega convicción de que no se equivoca jamás y cree ser el único en sintonía con la realidad, resulta ser, sin remedio, inculto, rústico y ramplón.
Todos hemos sufrido a personajes de esta condición. Amigos, parejas, maridos, mujeres en crisis permanentes de comunicación con la otra cara de la moneda, a la que en todo momento solo aspiran a someter y dominar. Es decir, a barrer de la faz de la tierra, y que cuando se produce en el público escenario de la política, provoca efectos letales.
Esta manera de ser ha caracterizado la conducta de los dictadores que han colmado las páginas de la historia latinoamericana. La de aquellos toscos caudillos militares del siglo XIX y primera mitad del XX, y la de los presuntos iluminados de estos tiempos de modernidad y posmodernidad, que a fuerza de banalizar conceptos como pueblo, patria o independencia, nos imponen un pensamiento único, nos humillan y nos arrebatan groseramente la libertad.
En el fondo, creer o desear tener la razón por encima de todo y de todos es el origen de las peores manifestaciones totalitarias, de izquierda o de derecha. Yo lo soy todo, insisten, tal como hace Nicolás Maduro a cada rato, y tú no eres nada. Sin que ni la menor duda se interponga en su voluntad unidimensional de autócrata. Disparates dichos sin parar, a diestra y siniestra, sin pensar mucho o nada en lo que dice, alimentados exclusivamente por la más inflexible y vulgar necesidad de dominar a los demás. Para él, la única manera de ejercer el mando.
Se trata, por supuesto, del estilo más peligroso de gobernar, porque mentes como la de Maduro solo parecen encontrar su plena satisfacción en la certidumbre de tener siempre la razón. Un ingrediente de infalibilidad, sin embargo, que nos sirve para entender el porqué de las suicidas contradicciones que generan sus acciones a la hora de asumir los dos principales retos que su gobierno enfrenta en este preciso y complejo punto del proceso político venezolano. Uno, la necesidad imperiosa de convocar a un gran diálogo con todos los factores políticos y sociales del país y la imposibilidad real de dialogar con nadie, ya que lo que él procura es contar con una audiencia eternamente silente y sumisa. El otro, someterse al escrutinio de una votación imposible de ganar por las buenas y no pensar en las funestas consecuencias que le ocasionaría, a su presidencia y al futuro del régimen chavista, desconocer desde ahora una victoria electoral de sus adversarios. Todo ello en el marco de un creciente aislamiento de la Venezuela “bolivariana” en la comunidad internacional.
Nos hallamos en un callejón sin salida, porque Maduro carece de la elasticidad dialéctica de Hugo Chávez, quien en ningún momento descartó hasta las más acrobáticas maromas tácticas con tal de acallar el malestar interno y alcanzar sus objetivos estratégicos. Lo de Maduro es otra cosa muy distinta: terquedad en su forma más pura y absoluta, visión unidimensional del mundo, negación irracional y totalitaria de la realidad, una deriva innecesaria y contraproducente que, en estos momentos cruciales del proceso político venezolano, en lugar de rescatarlo de la nada y fortalecerlo, lo aparta aún más, y de manera irreversible, de una victoria política y electoral el próximo 6 de diciembre.
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