Fernando Mires
No vamos a insistir demasiado en lo que ya se sabía: que las elecciones del 20D consagrarían en España el fin de la vertebración bi-partidista.
Es cierto que los dos partidos del bloque histórico post-franquista, PP y PSOE, conservan –sumando la cantidad de escaños que obtuvieron en conjunto– la mayoría absoluta (123 y 90, respectivamente). Pero aún en el caso de que ambos decidieran armar un compromiso histórico a la española –lo que en el papel se ve fácil pero en la realidad muy difícil– abrirían un enorme espacio abierto para el crecimiento de los de por sí no muy pequeños “partidos emergentes”, los que han dejado hace rato de ser emergentes. Hay que repetir entonces la ya manida frase: los nuevos partidos, Podemos y Ciudadanos, llegaron para quedarse.
Realicen o no PP y PSOE un pacto de gobierno, este aparecerá siempre como lo que será: una simple unión en defensa de un pasado que al ser pasado ya no existe. Bien para los conservadores, mal para los socialistas quienes perderían así el último gramo de identidad que les resta: el de ser “la izquierda” frente a “la derecha”. Desde ahora en adelante, si PSOE no decide unir su mala suerte con el PP, deberá compartir el lugar tradicional de la izquierda con Podemos. Les guste o no. Lo más seguro es que no les guste.
En términos generales, si dejamos al lado cifras nominales, el resultado de las elecciones muestra a tres grandes perdedores –PP, PSOE y Ciudadanos– y un solo gran ganador, Podemos.
Que el PP ganaría perdiendo su mayoría absoluta, ya se sabía. Lo que no se sabía era la dimensión de la pérdida. Y bien, esa dimensión fue enorme.
Se dirá que la gran cantidad de votos perdidos es el precio que tuvo que pagar Rajoy al implementar su economía de rescate, imposible de realizar sin llevar a cabo los llamados recortes sociales. Esa es una verdad. Pero también es verdad que Rajoy, para realizar sus reformas, eligió abandonar el primado de la política convirtiendo a su gobierno en una simple oficina de administración financiera.
En aras de la economía, Rajoy se ha desvinculado de todos los temas gravitantes que acosan a España y Europa. Así, ha dejado de ofrecer lo que todo gobernante debe ofrecer a su país: liderazgo. O dicho en otra fórmula: Rajoy obtuvo una muy relativa mayoría pero al precio de perder la hegemonía política sobre el conjunto de la nación.
El segundo gran derrotado fue, evidentemente, el PSOE. Es cierto que la proyección de Pedro Sánchez, un político de confección, hecho a la medida para el momento, pero sin dotes de liderazgo y conducción estratégica, logró detener en parte la debacle electoral transformándola en una simple derrota. Pero también es cierto que el PSOE, después de las elecciones, es un partido que ha quedado muy mal posicionado. Expliquemos:
De todos los partidos, el PSOE aparece como el más indicado para formar parte de un futuro gobierno, ya sea en relación subordinada al PP, ya sea ocupando un aparente lugar de comando en alianza con Podemos. Eso significa que mires hacia donde mires no podrá haber futuro gobierno sin la participación del PSOE. Pero a la vez, mires hacia donde mires, cualquiera de esas dos alternativas trae consigo la posibilidad de un fraccionamiento interno del PSOE.
Si el PSOE une su destino con el PP, la rebelión de sus bases de izquierda ya es cosa programada. Si une su destino a Podemos, perderá gran parte de su mejor capital, el centro político. ¿Imagina alguien a Felipe González y a Pablo Iglesias formando parte de una misma coalición? Más fácil sería unir al agua con el aceite.
Tanto o más grave es la situación para el PSOE si se considera que el único árbol en donde podía afirmarse, el emergente Ciudadanos, es el tercer perdedor de la jornada. La alianza PSOE- Ciudadanos aparecía como una combinación ideal para un eventual gobierno, siempre y cuando Ciudadanos lograra mantener el caudal de votos que tres semanas antes de las elecciones parecía disfrutar, según todas las encuestas.
¿Qué pasó con Ciudadanos? Algo muy simple: fue bloqueado por una confabulación de los tres partidos restantes.
En efecto, los tres partidos restantes del cuadrilátero estaban interesados en mantener el dualismo izquierda-derecha del cual son tributarios. En ese sentido, Ciudadanos rompía los esquemas, desarticulaba los alineamientos y quitaba votos a los otros tres partidos. El PP lo veía como competidor en el espacio de la derecha. El PS perdía votos centristas que emigraban a Ciudadanos y Podemos estaba interesado en recomponer el orden ideológico (izquierda-derecha) de la Guerra Fría, único lugar en donde se siente seguro.
En los debates pre-electorales fue notorio que había un acuerdo tácito (y quizás no tan tácito) entre PSOE y Podemos para arrinconar a Ciudadanos hacia la derecha a fin de hacerlo aparecer como un PP más chico. No bastó la reacción de Albert Rivera al proclamar, tres días ante de las elecciones, que no apoyaría al PP en la configuración de un nuevo gobierno. Palabras tardías. Los votantes más conservadores de Ciudadanos volvieron al redil del PP y Ciudadanos no tuvo el tiempo necesario para recuperar los votos centristas e incluso los izquierdistas perdidos frente a sus otros dos contrincantes.
En todo caso, Ciudadanos mantiene su identidad de partido no alineado, identidad que puede ser muy útil si se da el caso de que las elecciones deban ser repetidas al no producirse ningún acuerdo. Pero eso es en este momento una simple especulación.
El único ganador ha sido, en consecuencias, Podemos. No obstante, las razones que explican su gran votación (69 escaños) hay que ponerlas en el inventario no tanto de su proyecto histórico (que no tiene), sino en el de la ausencia de alternativas políticas mostradas por sus contrincantes principales, sobre todo el PSOE.
Por una parte, Podemos fue el partido que con su ataque continuo a toda la clase política (“la casta”) capitalizó mejor que otros la difusa idea de un “cambio”. Muchos votos que recibió Podemos fueron productos del desencanto español frente a la corrupción y burocratización manifiesta de los partidos de la era bi-partidista. Algo así como el deseo de “que se vayan todos”, tan popular una vez en Argentina.
Por otra parte Podemos logró insertarse entre “las masas post-industriales” (Touraine) de trabajadores sin puesto fijo, trashumantes sociales, desarraigados de la pos-modernidad, en fin, de los “indignados” sin partido. Ese mismo espacio que en Francia ha sido cubierto por el neo-fascismo del Frente Nacional se encontraba en España a libre disposición de Podemos. Pero solo en parte. Estamos hablando de un electorado volátil, sin pertenencias políticas estables, susceptible de ser movilizado desde uno hacia otro extremo.
Sin embargo, la razón principal del ascenso de Podemos hay que encontrarla en la increíble audacia y demagogia de su líder Pablo Iglesias. Situado Podemos hasta hace algunas semanas muy por debajo de los otros tres partidos, Iglesias realizó una movida desde el punto de vista electorero, hábil, pero desde el punto de vista político, muy peligrosa: concertó un pacto con los independentismos e incluso con los secesionistas catalanes de izquierda. Así llegó a convertirse, sobre todo con su apoyo a un plebiscito en Cataluña, en el candidato español de la no-España. Después de haberse presentado como el candidato de la anti-política, en las elecciones del 20 D emergió de pronto como el candidato de la disociación nacional. El representante más genuino de una España invertebrada.
“España invertebrada” es, como es sabido, el título de un clásico de José Ortega y Gasset. En ese libro, el filósofo, con agudeza insospechada de sociólogo, nos hablaba de los dos grandes peligros que se avecinaban sobre la España de pre-guerra. Uno era el separatismo regional, representado tanto ayer como hoy por los movimientos independentistas. El otro era el separatismo social, representado por los comunistas y socialistas de su tiempo. Hoy ambos peligros aparecen de nuevo, pero esta vez ocultos en el ropaje libertario y en las cabelleras despeinadas de los podemistas.
Quizás más temprano que tarde, PP, PSOE y Ciudadanos, se verán obligados a formar un dique de contención frente al peligro de la doble disociación representada potencialmente por Podemos. Por cierto, no estamos hablando de la política de mañana. Pero sí, tal vez, de la de pasado mañana.
Ortega y Gasset, el gran filósofo de la palabra galana, es hoy más actual que nunca.
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