Editorial El Nacional
El Taj Mahal es uno de los edificios más hermosos del mundo, pero estamos seguros de que no puede ser del gusto de Nicolás Maduro, de Diosdado Cabello o de Jorge Rodríguez –para no mencionar sino a tres de los más conspicuos voceros de la revolución–, por, al menos, dos razones. Primera: “La corona de los palacios” es la inmortalización de una historia de amor. Y el amor está en las antípodas de los sentimientos que anidan en el corazón de ese terceto, cuyas deposiciones orales destilan odio, resentimiento y toda suerte de malquerencias contra la aplastante mayoría de los venezolanos que clama por su salida.
La segunda, tiene que ver con la arquitectura misma de ese bello mausoleo: es la apoteosis de la simetría; y nada más asimétrico que el ventajismo de unos empoderados temporales que quieren diálogo para eternizarse, sin hacer concesiones y pretendiendo se les concedan todas las que exigen.
El rencor y la inequidad son las bases del discurso oficial y, a partir de ellas, tejen los bolivaristas sus retorcidas esperanzas de doblegar a una oposición que, pecando de ingenua, modificó sus tácticas de combate en una de las fases más álgidas del enfrentamiento, transándose por un improbable empate con sabor a derrota. Y es que el puntaje de los árbitros forma parte de los desequilibrios que groseramente el gobierno quiere imponer a la contraparte, tratándola como subordinados a su voluntad y no como valedores de un tú a tú que se han ganado con el sudor de la unidad.
No tiene, pues, mucho sentido continuar en ese teje maneje verbal para determinar si el vaso de la discordia está a medio llenar o a medio vaciar. No. Para nada. Entre otras cosas, porque desde que la hipocresía roja apeló al coloquio como antídoto contra el referendo revocatorio o cualquier solución electoral a la crisis crónica generada por la ineptitud gubernamental, estaba claro que ese vaso habría de desbordarse por la abundancia de promesas rotas.
“No aceptaremos el ultimátum de la MUD”, afirma Jorge Rodríguez para tergiversar sobre lo conversado, negando que se haya abordado la cuestión electoral. Es su estratagema: mentir para acusar al otro de mentiroso. Es parte de esa política transitiva fundada en el yo no fui de Maduro cuando acusa de los daños causados por las lluvias en Carabobo a los Salas, por no haber concluido ciertas obras. De ser así, ¿por qué Ameliach no las terminó? Pero esto es una digresión que nos aparta de la doble cara del nicochavismo y su desvergonzado ejercicio del embuste.
Ahora, para más inri, ensayan la distracción con ejecuciones por docena, como en Barlovento, para dar de qué hablar. La agenda política está, pues, supeditada al desafuero de una fuerza armada con licencia para matar. Ello motiva conversaciones, cierto, mas no las que conducen a cortar el nudo gordiano con que Maduro está amarrado al poder. La oposición no tiene por qué aceptar emplazamientos y continuar apostando a la armonía en una mesa de póker plagada de tahúres. ¿Qué cartas sacarán de sus mangas el 6 de diciembre esos fulleros? Ya veremos.
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