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LEONARDO PADURA
Hace unos años, mientras leía la novela de política-ficción La conjura contra América
(2004), del gran escritor norteamericano Philip Roth, sentí de forma
visceral el gran poder de la literatura: tocar y afectar lo más profundo
del espíritu humano. Aquella historia, ubicada en los Estados Unidos de
1942, en la imaginaria coyuntura de un sorpresivo triunfo electoral del
exaviador Charles Lindbergh sobre Franklin D. Roosevelt, desarrollaba
su trama en una Norteamérica dirigida por una Administración cercana a
los ideales nacionalsocialistas de Hitler en la que, junto al pregón de
posturas nacionalistas, primero de manera sibilina, y luego de forma
abierta, se culpaba de los males domésticos a un enemigo cada vez más
concreto y cercano, en este caso la comunidad judía asentada en el país.
La
reacción que me fue provocando el sentimiento de encierro,
desvalimiento, indefensión de unos individuos posibles ante la enorme
maquinaria desbocada de un poder que los ha convertido en sus objetivos
de represión y ataque solo por ser culpables de lo que son, me llegó a
resultar agobiante, al punto de que por momentos debí detener mi
lectura. Y es que Roth nos advertía en su magnífica y dolorosa novela,
referida a un mundo tan imaginario y posible como el de George Orwell en
1984, sobre la necesidad del poder de tener o de crear enemigos,
reales o pretendidos, y su capacidad de devorar a los marcados por esa
necesidad, a los reales o pretendidos disidentes. Y aquella historia me
afectaba porque sus connotaciones son universales, los peligros de su
existencia siempre están latentes y porque, partiendo de una conjetura
histórica, Roth desbordaba la realidad factual y me mostraba de modo
ejemplar cómo había sido siempre, cómo podía ser siempre, cuando desde
las alturas políticas se exacerban el nacionalismo, el aislacionismo y
el odio nacional, social, político, sexual o racial hacia el otro.
Creo que, precisamente por su proyección universal y su cualidad de permanencia, a nadie le extrañará que La conjura contra América
haya vuelto por estos días a mi mente, revolviendo todos los
avasallantes efectos estéticos y políticos que en su momento me provocó
la novela.
El
discurso presidencial de Donald J. Trump este 20 de enero de 2017 es,
sencillamente, uno de los documentos más alarmantes que se han lanzado
al mundo en las últimas décadas, por venir de quien viene y por salir de
donde sale. La exacerbación flagrante de los sentimientos patrióticos
mediante el levantamiento de su peor manifestación, el nacionalismo,
aparece tan en el centro de sus palabras que opacan la capacidad o
necesidad de anotar sus inexactitudes, sus medias verdades (o medias
mentiras) y su comportamiento antiético respecto a sus predecesores
políticos, especialmente el saliente presidente, Barack Obama.
“A
partir de este día, una nueva visión gobernará nuestra tierra. A partir
de este día, solo Estados Unidos será la prioridad. Estados Unidos
primero”, afirmó Trump, mesiánico, casi revolucionario. La atmósfera
creada por estas posturas que se empeñan en señalar a algún culpable y
pretenden convertirse en política de Estado del país más poderoso del
mundo, de seguro calará en la mente de millones de personas que viven en
Estados Unidos y, al escucharlas, se sienten más patriotas, más
insatisfechos y ofendidos, incluso humillados pero, sobre todo, al fin
capaces de denar sus temores. Y sus respuestas, estoy convencido, no se
harán esperar: el enemigo ha sido señalado y se les ha pedido, a ellos,
los buenos, actuar. El enemigo es el otro, el extranjero, el que está
más allá de las fronteras (el que provoca miedo y nos roba) y las
víctimas han sido los que debían haber sido beneficiados y han sido
perjudicados por esos otros.
Como
bien se sabe, pocos discursos gustan más a las masas que los de este
estilo, muy cercano al practicado por los totalitarismos que sufrimos en
el siglo XX y hasta el día de hoy: el que hace posible culpar al otro
de nuestros problemas, el que nos hace vernos como objetivos de una
malévola conjura y con derecho a defendernos con todas las armas.
Trump
no dice cómo hará para que los grandes capitales industriales renuncien
a sus ganancias y abran fábricas en Estados Unidos y paguen 25 dólares
la hora al obrero que, fuera de sus fronteras, por igual o más trabajo,
empleado por esos mismos capitales u otros similares, solo recibe cinco,
o menos. Tampoco cómo mejorará la educación y la salud, el gran tema
todavía pendiente en el país poderoso y que a su juicio reclaman una
refundación. Pero afirma que se construirán más carreteras y, con
vehemencia, que si se les da a los norteamericanos lo que les
corresponde, todo irá a mejor para ellos.
El
espíritu de un país ha sido convocado a reclamar derechos que les
pertenecen y que, les dicen, les han sido arrebatados. Cómo gestionará
Trump su política de rescate de la (según él) perdida grandeza
norteamericana puede ser objeto de muchos análisis y conjeturas. Pero lo
que ya ha ocurrido es que las semillas de su alarmante pensamiento
político han sido lanzadas al viento y muchas de ellas van a caer en
tierra fértil donde brotarán, diría que inevitablemente, los retoños del
odio, la xenofobia, la megalomanía de los grandes sectores de un país
que votó por estos discursos populistas de Trump que tanto recuerdan
otras exaltadas elocuciones de similar especie que de vez en cuando la
historia evoca con pavor para que algunos nos preguntemos cómo fue
posible que aquello ocurriera.
Por
suerte también sabemos que no todos los estadounidenses votaron por
Trump y que muchos de ellos observan con pavor el ambiente creado antes y
con el ascenso del mandatario. Hace unos pocos días Merryl Streep lanzó
su grito de alarma, el mismo que han dado otros muchos norteamericanos,
democratas y republicanos, que han decidido levantar banderas mucho más
nobles y coherentes y han comenzado el movimiento civil de oposición.
Pero lo cierto y terrible es que la máquina del nacionalismo excluyente
ha sido puesta en movimiento y que el futuro se ha convertido en una
interrogadora amenaza para muchos norteamericanos pero, también, para
nosotros, “los otros”, pues su alcance será lamentablemente universal.
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