César Miguel Rondón
Antes de que terminara el año, a Nicolás Maduro se le ocurrió decir que en 48 horas los billetes de 100 bolívares perderían todo su valor. No volvamos sobre las consecuencias nefastas que trajo tan disparatado y absurdo anuncio. Han pasado los días, llegó el nuevo año y hoy leo esta nota que publica Crónica.uno, con la firma de Omar Villafañe:
“El 16 de enero, el Banco Central de Venezuela (BCV) comenzó a distribuir los nuevos billetes, sin embargo, dos semanas después la circulación de las piezas es baja –esto a más de un mes después de aquel anuncio tan turulato del presidente–. En la calle hay pocos billetes de 500, 5.000 y 20.000 bolívares, que son los que se han distribuido. María Fernández, encargada de caja en una lunchería ubicada en el centro comercial El Marqués, relató que algunos de los clientes han llegado a pagar con billetes de 500 y en una ocasión una señora pagó la cuenta con un billete de 5.000, sin embargo, no es mucho lo que ha visto.
“A pesar de que en diferentes ocasiones las autoridades han declarado que se han puesto a circular más de 2 millardos de piezas, la realidad es que el número sigue siendo insuficiente para cubrir la demanda, razón por la que la medida de retirar los de 100 ha sido aplazada reiteradamente y la más reciente es hasta el 20 de febrero”.
De las 48 horas de mediados de diciembre de 2016 al 20 de febrero de 2017 son muchos días. Esto quiere decir que la palabra del presidente no vale absolutamente nada. Quiere decir que cuando opina, decide y da órdenes, por lo visto, no tiene idea de lo que está decidiendo ni de las órdenes que está dando. El presidente, pues, no tiene palabra. Pero eso quizá no importe demasiado si tomamos en cuenta que, en estos tiempos de revolución, la palabra no vale nada. Y así ha sido desde el principio.
Corría el primer año de gobierno de Hugo Chávez cuando este hizo mención de los llamados niños de la calle. Afirmó que había que rescatarlos y dignificarlos para que se convirtieran en niños de la patria. Y, tan dado como era a la exageración y a las sentencias pomposas y grandilocuentes, afirmó que si en un año seguían existiendo niños de la calle él se cambiaría el nombre. Hugo Chávez murió catorce años después llamándose todavía Hugo Chávez. Los niños nunca salieron de las calles.
Héctor Faúndez escribe hoy un interesante artículo en El Nacional: “Un niño de la patria”.
“Como ya es habitual, la crónica roja informó, hace solo unos días, del linchamiento de otra persona señalada como autor de algún robo o un atraco. Esta vez se trataba de Joise José Farías Miranda, un muchacho de 22 años que fue quemado vivo por robar a tres mujeres. El hecho ocurrió en un barrio de Petare; pero pudo ocurrir en cualquier lugar de nuestra extensa geografía, en donde los ciudadanos se sienten hastiados de la inseguridad y de la impunidad. Ya no tiene nada de novedoso que Venezuela se haya convertido en un Estado fallido, incapaz de garantizar la vida, la seguridad y la propiedad de sus ciudadanos; pero vale la pena detenerse un momento en los protagonistas de esta nueva ley de la selva, decretada por quienes nos gobiernan.
“Cuando el chavismo se instaló en el Palacio de Miraflores, Joise José apenas tenía 4 años de edad. Su futuro, como el de todo niño que nace en la miseria, podía ser sombrío; pero Hugo Chávez ‘se prohibió’ que hubiera más niños de la calle y prometió ocuparse de quienes, a partir de ese momento, serían los ‘niños de la patria”.
Y el niño de la patria es linchado, quemado vivo en una barriada caraqueña.
Pero no solo estamos muriendo linchados, quemados vivos. Hay otras muertes también absurdas, prematuras y desgarradoras. Luisa Pernalete, destacada maestra de Fe y Alegría, escribe en El Correo del Caroní: “Carmen tenía 8 años. Era de la etnia jivi (guahibo, dicen los criollos). Es una etnia que habita zonas de Colombia y Venezuela. Su familia, como muchas otras indígenas, por el tema del hambre, se ha ido desplazando de sus comunidades a pueblos criollos. No les va mejor, pero buscan qué comer y a veces consiguen. Eso hizo la pequeña que caminaba con su padre por la carretera que pasa por su comunidad. Ella consiguió un pan en el suelo, cerca del vertedero de basura a la salida de Morichalito –sur del estado Bolívar, sierra de Los Pijiguaos–, lo tomó y lo comió. Lo compartió con su papá. Se puso mal la niña, corrieron y la llevaron al dispensario de Bauxilum, pero no resistió y murió. El pan tenía algún veneno. Su padre resistió y pudo ir al funeral”.
Nicolás Maduro, mientras, completamente alejado geográfica, física, afectiva e intelectualmente de estas desgracias, ha anunciado que su nuevo juguete, el carnet de la patria, “servirá para unir y hacer un solo gobierno”. ¡Bla, bla blá! ¿Le dolerá alguna de estas muertes? No creo.
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