Fernando Mires
Suele suceder que para entender las venturas del presente sea cada cierto tiempo necesario reubicarlo en contextos macro-históricos, de la misma manera como para entender la macro-historia hay que saber leer en los signos del día. Vivir el presente como historia y leer el pasado como presente -recomendaba ese gran historiador que fue Ferdinand Braudel- ayuda a entender porque la filosofía ontológica sugiere que el pasado no sólo existe en el pasado (como algo cronológicamente superado) sino que acompaña e interfiere el presente de modo continuo y pertinaz. O dicho en una expresión más radical: vivimos a cuenta del pasado. Por una parte, el futuro porque es futuro, no ha sucedido, y el presente no es más que mediación entre un pasado que ya existió y el futuro que no conocemos. Disquisición no ociosa si pensamos que la América Latina de nuestros días está marcada no sólo por acontecimientos sino también por tantos traumas históricos.
Luego, si fuese necesario reconocer en un marco de reproducción ampliada las líneas fundamentales de la historia política latinoamericana, podríamos distinguir, entre otras menores que aparecen y desaparecen, tres de larga trayectoria y duración. Ellas son la línea dictatorial, la línea revolucionaria y la línea democrática. Esas, a las que llamaré: las tres dimensiones de la historia política del continente, como ocurre en toda realidad tridimensional, no se presentan de modo paralelo sino cruzándose, uniéndose en algunos momentos, separándose en otros, y casi siempre, interfiriéndose entre sí en el curso de su tormentoso recorrido.
En el presente artículo –una parte de un breve ensayo que estoy preparando bajo el título “dictaduras, revoluciones y democracias”- me ocuparé sólo de la primera dimensión: la dictatorial.
La dimensión dictatorial puede ser llamada también militarista, pues no hay dictadura que no sea militar o que no se apoye en ejércitos. Una dictadura sin ejército es un contrasentido.
Triste es decirlo, pero la franja más ancha de la historia política de América Latina ha sido la de las dictaduras, o si se quiere plantear al revés: la de las luchas en contra de las dictaduras. Casi podría afirmarse que la dictadura fue en el pasado la “forma natural” de gobierno y esa es la gran diferencia que separa a la historia de la América del Norte de la de América del Sur. De tal modo que las luchas democráticas de la región han sido también en contra de su propio pasado, luchas que continúan hasta nuestros días en contra de esos persistentes proyectos militaristas que, como asegura el tango, son como un “encuentro con el pasado que vuelve a enfrentarse con mi vida” (“Volver”)
Y bien; a lo largo de la historia latinoamericana es posible encontrar diversas formas de dictadura militar, formas que en cierto modo son correspondientes con determinadas fases del curso histórico latinoamericano.
Sin ninguna pretensión tipológica, y sólo para simplificar el marco de la exposición, podríamos distinguir tres formas predominantes –lo que no quiere decir que no existan otras de menor persistencia- de dominación dictatorial:
· a. La dictadura de tipo oligárquico post-colonial
· b. La dictadura militar de Guerra Fría (o dictadura de seguridad nacional) y
· c. La dictadura militar nacional- populista y/o socialista- nacional.
Las dictaduras oligárquicas –salvo una u otra excepción- marcan la historia del siglo XIX. Esa fue, menos que herencia, el lastre recibido del periodo colonial.
Como consecuencias de las feroces guerras de la independencia, valientes y bárbaros generales ocuparon la silla del poder, y en la mayoría de los casos lo hicieron como representantes no sólo de los ejércitos sino de las no muy rancias aristocracias terratenientes desde donde provenían. Esas son “las venas ocultas” de las dictaduras latinoamericanas. De ahí que la mitología “bolivariana” que ensombrece nuestro presente no logra ocultar la nostalgia del estado-militarista del periodo post-colonial: utopía regresiva e inconfesa de tanto líder militar.
De esta manera, en la gran mayoría de las naciones de la región, el Estado surgió del ejército y la nación del Estado que en condiciones de guerra abierta y declarada no podía sino ser un Estado militar, o apoyado en militares. Así se explica por qué la primera revolución social de la era moderna, la mexicana de 1910, tuvo lugar no en contra de un Estado “burgués” sino en contra de un Estado militar-oligárquico. El simbólico Porfirio Diaz, así como muchos de sus epígonos, gobernaba a su nación no como un Presidente, más bien como un patriarca, o lo que es igual, como un gran terrateniente cuya hacienda era el país, tradición que continuó, y nada menos que en nombre de la revolución, Venustiano Carranza (1917-1920).
Más allá de las ideologías, lo que unía a la gran mayoría de los dictadores latinoamericanos hasta nuestros días, fue la alianza entre el ejército y los sectores predominantemente agrarios que ellos representaban en y desde el poder.
Los dictadores latinoamericanos del siglo XIX y primera mitad del XX fueron, casi sin excepción, agraristas. El antagonismo que percibió Domingo Faustino Sarmiento en la Argentina del tirano Juan Manuel de Rosas, a saber, el de civilización contra barbarie, puede desdoblarse en la contradicción que se ha dado entre agrarismo y civilidad urbana, contradicción que como ha destacado José Luis Romero en su siempre hermoso libro Las Ciudades y las Ideas marca a fuego la historia latinoamericana.
Sucesores del patriarcalismo agrario denunciado por Sarmiento fueron, entre muchos, Alfredo Stroessner en Paraguay (1954-1989) -quien continuó la tradición hiperdictatorial inaugurada por el legenario Doctor Francia- o el “bolivariano” Juan Vicente Gómez de Venezuela (1908-1935). Sobre esas dictaduras patriarcales existe, por lo demás, abundante bibliografía, pero algunos geniales novelistas han captado su sentido más esencial, y eso ha sido así desde El Señor Presidente de Miguel Angel Asturias, Yo, el Supremo de Augusto Roa Bastos, El Recurso del Método de Alejo Carpentier, El Otoño del Patriarca de Gabriel García Márquez – cuyo personaje central se parece cada día más a Fidel Castro- hasta llegar a la Fiesta del Chivo de Mario Vargas Llosa. Algún día, un gran escritor escribirá una novela sobre Chávez, de eso no cabe duda. Los novelistas han sido muchas veces los vengadores ocultos de la historia.
El siglo XX fue, al igual que el XIX, muy pródigo en la formación de gobiernos dictatoriales. No obstante, desde la segunda mitad del siglo, las dictaduras “clásicas” comienzan poco a poco a cambiar su carácter oligárquico del mismo modo que emerge un nuevo tipo de dictaduras que ya no son típicamente oligárquicas sino, de acuerdo al concepto que popularizó José Comblin, “dictaduras de seguridad nacional”.
En algunos casos, las dictaduras oligárquicas clásicas, sobre todo en América Central, agregaron a su naturaleza oligárquica originaria (Somoza, Trujillo) la función de la seguridad nacional anticomunista. Esa tendencia fue representada, por ejemplo, en el primer gobierno de Hugo Banzer en Bolivia (1971-1978) y en su forma más pura en la terrible pero breve dictadura de José Efraín Ríos Montt en Guatemala (1982-1983). En otros casos, sobre todo en el Cono Sur, apareció un nuevo tipo de dictaduras no esencialmente oligárquicas ni agraristas cuya función originaria fue detener “el avance del comunismo” en contra de frentes políticos sociales (Unidad Popular, Frente Amplio) que, de acuerdo a la doctrina kissengeriana, podían portar la posibilidad de una “segunda Cuba” que facilitara la entrada del imperio soviético en la región. Por esa razón tales dictaduras son también llamadas dictaduras de la Guerra Fría y dentro de ellas, las más emblemática fue la dictadura de Pinochet en Chile.
Interesante es constatar que las dictaduras –anticomunistas y modernizadoras a la vez- tuvieron lejanas precursoras en la Venezuela del “bolivariano” Marcos Pérez Jimenez (1952-1958) y en la Colombia de Gustavo Rojas Pinilla (1953-1957). Es por eso que la mirada del historiador debe considerar que aquello que en determinadas ocasiones aparece como un hecho aislado, puede ser el anuncio de un nuevo contexto histórico, del mismo modo que la aparición de una estrella errante puede ser el anuncio de una constelación no divisada.
Interesante es también constatar que, a diferencia de las dictaduras patriarcales y agraristas, las dictaduras de “seguridad nacional” se hicieron co-partícipes de proyectos empresariales cuyo objetivo era modernizar las economías nacionales, abriendo las fronteras económicas en un plan que después fue bautizado como “neo- liberal”, plan destinado a reemplazar la llamada “sustitución de importaciones” (de origen desarrollista y “cepalino”) por un proyecto basado en la “diversificación de las exportaciones”.
Los intentos más serios de modernización agroexportadora tuvieron lugar en el Brasil dictatorial de los años sesenta y setenta. Baste recordar que sociólogos de inspiración marxista como Fernando Henrique Cardoso, llegaron a hablarnos durante esos tiempos de una revolución “burguesa” que ante la ausencia de una burguesía clásica debía ser realizada por una “burguesía en uniforme”. Ruy Mauro Marini –siguiendo los esquemas de André Günder Frank- fue más lejos que Cardoso al desarrollar la teoría del sub-imperialismo brasileño dirigido por un cuarto poder: el militar. En cualquier caso, el proyecto modernizador fue realizado hasta sus últimas y más radicales consecuencias durante la dictadura de Pinochet en Chile cuando comenzó a ponerse en práctica el plan de ajuste tendiente a generar un sistema basado en la diversificación de la exportaciones. No tanto éxito tuvieron los militares argentinos quienes se vieron enfrentados a corporaciones agrarias e industriales, incluso sindicales que no pudieron jamás domesticar.
Por último, cabe recordar que a diferencia de la versión “izquierdista” que asigna a estas dictaduras el simple papel de autómatas de los EE. UU., ellas gozaron de una autonomía relativa que se expresó incluso en enfrentamientos políticos con los EE. UU. como ocurrió con la dictadura chilena durante el periodo Carter. Del mismo modo, no está de más recordar que la dictadura del general Videla recibió el apoyo económico y político de la URSS, documentado en textos de la Revista Internacional, donde se diferenciaba el “fascismo pinochetista” del “progresismo nacionalista” de los militares argentinos. La historia, en fin, es y será más compleja que la historiografía.
En un tercer lugar tenemos que referirnos a las dictaduras militares de tipo populista a las que en otras ocasiones he mencionado bajo el concepto de dictaduras nacionalistas-sociales (a fin de diferenciarlas del nacional-socialismo de tipo europeo). Al hacer esta referencia imagino que más de algún lector ha pensado inmediatamente en el gobierno militar inaugurado por Hugo Chávez. Es por eso que es importante, antes que nada, destacar que el gobierno de Chávez estuvo lejos de ser único en su especie.
En cierto modo, el gobierno militar chavista representaba la cristalización de una tendencia que ha acompañado, de modo latente, después de modo manifiesto, la historia de la modernidad latinoamericana. O para decirlo de otro modo: así como la dictadura militar oligárquica corresponde a una alianza entre militares y sectores terratenientes; o así como la dictadura de seguridad nacional realizó en algunos países una alianza con un nuevo sector empresarial exportador, la dictadura militar populista conoce tres momentos. El primer momento se caracteriza por una alianza entre el ejército y masas urbanas y agrarias emergentes, alianza en la cual el Estado militar ocupa el lugar de la absoluta hegemonía. El segundo momento se caracteriza por la autonomización del Estado militar con respecto a las bases populares que le sirvieron de base. El tercer momento, que es el dictatorial propiamente tal, se caracteriza por la autonomización del caudillo y su camarilla con respecto al propio Ejército. Está de más decir que el gobierno chavista se encuentra viviendo ese tercer momento que, bajo ciertas condiciones, podría ser su momento terminal.
El gobierno militar chavista representa, en efecto, el entrecruce de dos líneas. Una es la línea populista, la otra es la militarista. Desde comienzos del siglo XX dichas líneas tendieron cada cierto tiempo a juntarse. Momentos efímeros fueron, por ejemplo, el primer gobierno militar-popular de Fulgencio Batista, que contó con la participación del Partido Comunista de Cuba (1940-1944). Dichos momentos aparentemente fortuitos emergieron después fugazmente en la guerra civil de la república Dominicana en torno al general Francisco Caamaño (1965) o en la Bolivia de Juan José Torres (1970-1971). Pero sin duda, los gobiernos que mejor anunciaron el momento chavista -si se quiere, los grandes profetas del mesianismo político de Chávez- fueron el de Juan Francisco Velasco Alvarado en Perú (1968-1975), el de Omar Torrijos en Panamá (1969-1981), y aunque parezca extraño, el de Alberto Fujimori (1990-2000), otra vez en Perú. En todos esos gobiernos -habría que agregar el de Manuel Antonio Noriega durante sus primeros tiempos (1983-1989) y el mal realizado proyecto de Lucio Gutiérrez en Ecuador (2002-2005)- se anunciaba la utopía de la dictadura militar populista que hoy está cristalizando en Venezuela y, en parte, en sus “satélites” del ALBA.
Extrañará tal vez que no ubique a la dictadura castrista como precursora del militarismo-populista. La verdad es que la dictadura castrista, quizás por su larguísima duración, es un caso especial de “camaleonismo tipológico”. Emergida de una revolución democrática (antidictatorial) pasó, gracias a su entrega al imperio soviético, a convertirse en la primera dictadura de tipo estalinista del continente. Después de la (auto) destrucción del imperio soviético, adquiere los rasgos típicos de una dictadura socialista-nacional. Eso no impide que Fidel Castro como gobernante mantenga muchos rasgos típicos de los dictadores patriarcales y agraristas del siglo XIX.
El “aporte” chavista reside en haber unido el destino de su gobierno con la dictadura militar de los Castro, dotar a su jefatura de un rudimentario pero efectivo sistema ideológico de dominación, utilizar un sistema electoral controlado desde el gobierno, ejecutar “golpes desde el Estado” en las zonas que lo adversan, y formar un conglomerado internacional expansionista a través del ALBA, cuya hegemonía reside en el eje Habana-Caracas
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