Michael Penfold
El diagnóstico sobre la economía venezolana es ya un lugar común: no hay forma de retomar el crecimiento económico sin un plan de estabilización creíble, tanto cambiario como fiscal, que le permita al país acceder nuevamente a los mercados de capitales para resolver sus problemas de liquidez, ante la caída de los precios petroleros, y así enfrentar sus diversos compromisos externos e impulsar un proceso de transformación productiva de la economía nacional.
Hasta ahora el gobierno ha hecho, fundamentalmente, un muy ineficiente ajuste por cantidad, recortando importaciones. También ha mantenido un fuerte compromiso de pago de su deuda externa, incluso recurriendo a la venta de diversos activos externos. A pesar de esta evidente problemática, el gobierno ha decidido torpemente mantener un esquema cambiario tan distorsionado que lo ha obligado a financiar monetariamente un creciente déficit fiscal, acelerando dramáticamente las presiones inflacionarias. Estas presiones, en un contexto de controles excesivos, ha provocado un colapso del sistema de precios, acentuado las dificultades productivas y la escasez que hoy padecen todos los venezolanos.
El resultado es por todos conocidos: un segundo año de contracción económica (que posiblemente sobrepase el 7% del PIB), una rápida aceleración de los precios hasta niveles nunca vistos (muy probablemente por encima del 180% para este año), índices de desabastecimiento muy altos en productos básicos y de higiene personal (que en algunas categorías llega a más del 70%), la informalización de las cadenas de distribución a través del arbitraje comercial, promovido por una economía de extracción cada vez más grande, y la profundización de un proceso de desinversión en el sector privado (que en muchos casos ha implicado el colapso de cadenas productivas completas, como está ocurriendo en el sector automotriz).
En general, cualquier modelo económico se mide por los resultados que logra alcanzar, más allá de las tildes ideológicas que se le puedan colocar. Y es más que evidente que el actual sistema, que basa sus recomendaciones de política sobre una supuesta guerra económica, ha fracasado y condena al país a una crisis estructural y, sobre todo, a una crisis totalmente innecesaria.
Pero contrario a los que se ufanan de comparar a Venezuela con Grecia, el país podría —si quisiera— salir muy rápido de la actual coyuntura económica, en especial si logra reformas en tres aspectos claves.
En la parte externa, una unificación cambiaria con algún esquema posterior de flotación, que eliminaría los incentivos para la sobrefacturación y el contrabando, siempre que se sinceren los precios en el mercado interno, acompañado por fuertes subsidios directos a los sectores de bajos ingresos.
En segundo lugar, el país necesita acceder a los mercados de capitales nuevamente para realizar un rollover de su deuda (y reducir así su problema de liquidez). Y ese mercado requiere de una fuerte señal de credibilidad como lo la unificación, que incluso nos ayudaría con financistas como China, quienes también verían este cambio de una manera favorable.
Tercero, a América Latina están entrando anualmente más de 120 mil millones de dólares en inversión extranjera directa. Venezuela, de forme miope, se ha cerrado a estos flujos durante más de una década. Si se logra un cambio de expectativas en el sector productivo, y muy especialmente en el sector petrolero y minero, el país podría estar atrayendo más de 10 mil millones de dólares de inversión anuales sin mucho esfuerzo. Un programa de esta naturaleza permitiría revertir inmediatamente la salida de capitales y ayudaría al país a acumular reservas internacionales y estabilizar así su economía.
En una segunda fase, el tema fiscal pasaría a ser central. En especial, la sinceración de los subsidios energéticos, un mayor fortalecimiento de los programas sociales, la mejora de la gestión de la empresas estatales y ampliar la recaudación tributaria, pues esos cambios le darían una mayor sostenibilidad a las reformas.
Sin embargo, la realidad es otra.
El actual gabinete económico ha optado (utilizando razones estrictamente ideológicas) por privilegiar una política construida sobre una visión teleológica de la renta petrolera. Una visión que enfatiza la guerra económica como un mecanismo de desestabilización desplegado por el sector privado para acceder a la renta a través del arbitraje en el sistema de precios. De ahí la necesidad de profundizar los controles regulatorios y un uso arbitrario de la coerción, algo que ha acentuado todavía más las distorsiones del modelo. Pero semejante símil bélico resulta baladí, pues realmente lo que queda del sector privado es un soldado herido que está prácticamente de rodillas tratando de sobrevivir y desesperado por un armisticio. El sector privado no tiene la fuerza ni tampoco interés en semejante guerra.
En medio de una debacle inducida por el propio modelo, la única buena noticia del 2015 es que PDVSA (en función de un manejo más profesional y debido a cambios operativos y financieros en los acuerdos con los socios internacionales existentes) ha logrado estabilizar la producción, luego de un prolongado declive. Así que PDVSA requiere ahora de una inyección de capital muy importante para incrementar la producción, tal como están haciendo países como Irán o Irak en el Medio Oriente o México y Colombia en América Latina.
Y, afortunadamente, las encuestas comienzan a revelar un país (tanto chavista como opositor) que rechaza el modelo actual.
Tal como reporta Datanalisis (Mayo 2015), 84% de la población afirma que la situación del país es negativa y más de un 67% (Abril 2015) piensa que la situación va a empeorar en el futuro. El país perdió la esperanza y, sobre todo, perdió la fe en que el gobierno pueda resolver la crisis. De ahí que el principal obstáculo que enfrenta el gobierno hoy en día no es político: es un problema de credibilidad alrededor de un pésimo desempeño económico.
El voto castigo que se podría manifestar en las próximas elecciones legislativas no se materializará por la rampante corrupción ni por la flagrante descomposición del estado de derecho. Si se manifiesta, será fundamentalmente por falta de prosperidad y por la alta inflación. De ahí que vuelvan a surgir voces dentro y fuera del gobierno que alertan sobre la pertinencia de cambiar de rumbo. No obstante, estas voces rápidamente son relegadas.
La razón que se suele esgrimir para rechazar cualquier cambio y mantener la actual política económica es fundamentalmente política: los costos de las reformas son tan altas que es preferible abortarlas. Tanto políticos chavistas como de oposición le recuerdan al gobierno permanentemente que ese camino es riesgoso. Unos porque piensan que semejante sendero permitiría “tumbar” al gobierno y otros porque calculan que es mejor que el gobierno se hunda si no hace nada. Pero el supuesto que toda reforma económica es impopular no solo es falso, sino peligrosamente irracional.
El estudio de los programas de estabilización a nivel global encuentran algunas conexiones fundamentales cuando se explora su interrelación con el comportamiento de la opinión pública. Y uno de los puntos que encuentran es que, bajo ciertas circunstancias, las reformas pueden incluso llegar a ser populares.
Las circunstancias varían, pero Venezuela las cumple todas.
La primera condición es que, cuando los procesos inflacionarios se aceleran, los individuos comienzan a ser más proclives a aceptar tanto los costos como los riesgos de un ajuste. Los ajustes que se realizan cuando los individuos no perciben los costos de mantener un modelo con grandes desequilibrios suelen ser impopulares, precisamente porque la gente no los percibe como necesarios ni están dispuestos psicológicamente a asumir las promesas de un sacrificio a cambio de un mejor futuro. En cambio, hay momentos en los que las condiciones económicas se vuelven tan adversas que un cambio de expectativas puede ser muy poderoso para crear apoyo popular alrededor de las mismas. Esto precisamente fue lo que ocurrió en Brasil, Argentina, Perú y Chile en los años noventa.
Otra condición, que puede resultar aun más potente que el mismo efecto de la inflación, es el impacto de la escasez sobre los índices de apoyo popular. En contextos de alta escasez, los cambios de política económica que logran resolver esta problemática pueden ser percibidos de manera positiva por el simple hecho que aparezcan los productos de forma regular en los anaqueles. En la mente de las personas, la escasez es aun más corrosiva y conflictiva que la inflación. Esto fue precisamente lo que ocurrió en muchos países de Europa del Este cuando se decidió transitar a un modelo económico de mayor apertura, lo cual implicó un ajuste en los niveles de precios, pero que generó una sensación de bienestar casi inmediato que permitió políticamente transitar un camino que lucía minado.
Finalmente, procesos de estabilización acompañados de fuertes subsidios o transferencias focalizados en los sectores de bajos ingresos permiten no sólo revertir la caída del poder adquisitivo de estos segmentos de la población, sino también ayudar a generar una vinculación directa favorable, que es sobre todo política, con el gobierno que impulsa estos cambios. Ésa fue la experiencia del gobierno de Lula en Brasil con el programa Bolsa Familia o de los diversos gobiernos de La Concertación, en Chile. De modo que el gasto social pasa a ser una palanca fundamental frente a la opinión publica para poder enfrentar el reto que supone una transformación de este tipo, algo que no es desconocido para el chavismo (ni para la oposición).
Venezuela está atravesando un momento de profunda crisis en el plano económico. Y también estamos experimentando una gran irracionalidad en el debate político, ante la decisión de continuar posponiendo reformas que lucen inevitables.
Estamos en un punto de inflexión dada la gravedad de los problemas. La demanda nacional por lograr la estabilización de la economía es actualmente el principal problema de política pública del país. Aquel político que logre proveer esa estabilidad, sin importar de cuál signo ideológico sea, es quien va a obtener cuantiosos réditos en la opinión publica. Semejante decisión requiere de mucho liderazgo y hay que tener sangre de torero para poder tomarla.
Algunos esperan la elección de diciembre y los resultados de la distribución de los puestos de la Asamblea Nacional para especular sobre la posibilidad de una reforma, con o sin el chavismo. Otros piensan que la ideología chavista es demasiado poderosa: una especie de pensamiento mágico que impide impulsar un mínimo de racionalidad independientemente de la realidad política. Y también hay quienes dicen que las capturas de rentas son tan grandes que no hay forma de remover los intereses que defienden el actual modelo.
Ciertamente, es imposible saber si los políticos (tanto chavistas como opositores) van a tomar las decisiones que corresponde para implementar las transformaciones que el país comienza a reclamar, pero lo que sí pareciera evidente es quien las haga, paradójicamente, podrá amasar mucho apoyo popular.
La lógica política es implacable, pero la lógica económica tampoco perdona.
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