Rubén Monasterios
De estar uno dispuesto a someterse a la discriminación étnica de parte de los árabes y a normas sociales ajenas a nuestra idiosincrasia, trabajar como empleado doméstico en Arabia Saudita puede ser muy atractivo, debido a los elevados salarios del reino petrolero; de aquí el flujo de candidatos provenientes de diversas partes del mundo. Sin embargo, hay un obstáculo para los del sexo femenino. De un tiempo a esta parte las esposas sauditas exigen a los agentes de reclutamiento ver las fotografías de las mujeres aspirantes a puestos de mucamas, niñeras, institutrices, enfermeras domésticas o similares antes de contratarlas.
La inusual condición se debe que a las señoras temen que pudieran causar “problemas” dentro de la familia; ergo, por encima de su capacitación para el trabajo, la condición principal es “que no sean bonitas”. Circulan historias de conflictos familiares debidos a enredos eróticos entre maridos e hijos y las empleadas domésticas atractivas; señalándose en particular a las chilenas y marroquíes.
La información deja entrever el efluvio inspirador de Goethe llamado por el poeta el eterno femenino, cuyo significado es que sin importar el contexto cultural, el lugar del mundo donde se encuentren ni la época, parecieran existir rasgos inmutables en la esencia del ser mujer, siendo uno de ellos la exclusividad sexual del marido.
Sorprendente entre las árabes de fe musulmana, por cuanto en esos pueblos existe bastante libertad sexual para el varón. El hombre puede tener hasta cuatro esposas según el Corán. Antes podía tener más, así como cualquier cantidad de concubinas de acuerdo a las exigencias de su testosterona, a su capacidad para mantenerlas y a su ego: el número de mujeres es un símbolo de estatus del hombre. Y no tenían que ser adultas, ¡ni siquiera púberes! Aisha, una de las esposas de Mohamed, que tuvo trece mujeres legítimas, cumplía seis años cuando el Profeta (de 54 años) la hizo su cónyuge; según la tradición, tuvo la piedad de no consumar el matrimonio hasta que ella cumplió los nueve.
La institución no ha desaparecido. Específicamente en Arabia Saudita es legal el matrimonio poligínico con niñas. No hace mucho tiempo corrió por las redes el caso de Fátima, una niña de doce años vendida en matrimonio a un hombre de cincuenta, casado y con diez hijos. En su calidad de tutor legal, el padre de Fátima se valió del derecho previsto en la ley saudí para obligarla a casarse. Desafiando las normas de la sociedad, Fátima se escapó del hogar conyugal seis meses después del matrimonio y se negó a volver con su marido; también pidió el divorcio. Gracias a la ayuda de un pariente y al apoyo de ONG Igualdad Ya, finalmente lo logró.
El harén, en cuyo ámbito convivían esposas de diferentes categorías, concubinas y esclavas de todas las razas y edades, no es un cuento árabe, sino una realidad histórica de trascendental importancia sociopsicológica y política. En lo concerniente al último aspecto fue un campo de cultivo de conspiraciones, secretos, crímenes e intrigas, y la palestra de luchas por el poder.
No es lo mismo matrimonio poligínico (unión legal de un hombre con varias mujeres) que un harén; sin embargo, algunos indicios conducen a pensar que en Arabia Saudita ambas instituciones persisten asociadas a potentados y nobles. Se conocen declaraciones de mujeres occidentales que dicen haber sido contratadas por tiempo determinado para ser odaliscas, recibiendo por ello beneficios astronómicos. Dada la discreción con la que se manejan estos asuntos, es difícil discernir si esa incorporación fue en condición de concubina o de esclava temporal; en cualquier caso, un año en el serrallo, viviendo con todo el lujo concebible y haciendo prácticamente nada, salvo atender un ocasional reclamo del Señor, les resolvió el resto de su vida.
Con tanta libertad, despierta la curiosidad, por decir lo menos, la angustia de las esposas de ese reino por una chica más que pase por el lecho de marido común. A propósito de comprender su conducta se me ocurre recurrir al fenómeno subordinación a las normas formales de la cultura, a los valores religiosos y disposiciones legales fundamentadas en ellos; el Señor puede refocilarse a su antojo con esposas, concubinas y esclavas, por cuanto eso es legal y no atenta contra el Sagrado Corán; en cambio, un devaneo con la chilena o marroquí, que no tienen ninguno de esos estatus, lo hace moralmente promiscuo, religiosamente pecador y jurídicamente transgresor.
Pero hay algo más: una conexión entre el asunto en la contemporaneidad y nuestra tradición doméstica, establecida por el eterno femenino.
El uso sexual, o con más propiedad, abuso, de las muchachas de servicio por los varones de la familia (sin excluir al pater de la misma) fue toda una institución solapada del erotismo vernáculo; probablemente lo fue en casi todo el mundo. No se puede pasar por alto que la interacción frecuente en condiciones íntimas de hombres y mujeres propicia el florecimiento de Eros.
Siendo quien esto escribe un muchacho inclinado a fisgonear en las conversaciones de los hombres adultos, bebiendo de su sabiduría y de la botella de whisky sometida al sacrificio, una vez escuchó a uno de los ellos poner fin a una discusión sobre el tema con la siguiente frase lapidaria: “¡No, mi caballo! ¿Qué moral ni qué niño muerto? ¡El hombre que no se las ingenia para coger a una sirvienta bonita, es porque le tiene terror a su desconsiderada y feroz esposa!”
Evidencia de la universalidad de la práctica la encontramos en la literatura pornoerótica escrita a lo largo del tiempo, desde Japón hasta Latinoamérica. Una obra maestra sobre el tema es la novelaLe journal d’ une femme de chambre (1900) de Octavio Mirbeau, llevada al cine por Buñuel (1964) con la actriz de la inefable sonrisa, Jeanne Moreau, en el rol de Célestine, la sirvienta de una familia rural burguesa, cómplice de revolcamientos asquerosos y testigo de hipocresías e infamias.
En mi narración El amo, o las delicias del hogar (en Encanto de la mujer madura, 1987) abordo el asunto ubicando la acción en el seno de una familia de la clase media alta de la Caracas de nuestros días; no obstante, los affaires entre varones y domésticas en el hogar venezolano vienen de más lejos. Olga Briceño Alfaro, caraqueña de principios de siglo pasado, chismea en su libroBajo estos techos rojos: “Una amiga mía… sólo emplea mujeres feas o viejas en su casa, para que los miembros masculinos de su familia no caigan en la tentación de enamorarlas”.
Cuenta la cronista la siguiente anécdota: Una mujer costeña se presenta a buscar trabajo doméstico en la casa de una pareja recién casada; era una muchacha “alta, delgada, con unos tremendos ojos verdes y una opulenta mata de pelos que le caía más debajo de la cintura.” La entrevista pone de manifiesto la calificación suficiente de la aspirante para el trabajo. “Todo me parece estupendo” —afirma la señora—, “con una excepción que no podemos remediar… eres demasiado bonita”. Al despedir a la muchacha, le dice: “Espérate un momentico. Te voy a dar la dirección de una amiga que seguramente te dará el empleo… Ella es viuda y sin hijos varones.”
Ha transcurrido casi un siglo entre el acontecimiento de la anécdota y el reseñado al principio; es muy probable que, 40 mil años atrás, la señora cromañón tampoco se sintiera muy cómoda al ver a su compañero presentarse con una jovencita de su especie, y que “para que ayude aquí, en la cueva”… ¿Cómo explicarlo, sino es a partir del eterno femenino?
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