Manuel Malaver
No debe pasar desapercibido que el brutal secuestro del Alcalde Metropolitano de Caracas, Antonio Ledezma, el 19 de febrero pasado, ocurrió dos meses y días después del deshielo en las relaciones Estados Unidos-Cuba que los presidentes Barack Obama y Raúl Castro anunciaron el 17 diciembre del 2014.
Electroshock histórico-político que dejó desconcertados, no solo al conjunto de las administraciones cubana y norteamericana, sino a las “oposiciones” a la dictadura de los hermanos Castro, ya fueran la interior -que tantos puntos había acumulado en los últimos años-, o las exteriores, cuyas expresiones más cabales eran el exilio cubano, y los sectores más ultrosos del partido Republicano de los Estados Unidos, “The Tea Party” incluido.
Pero había otros dolientes no menos visibles y escandalizados, literalmente al borde del colapso, como eran los gobiernos latinoamericanos que bajo el liderazgo de Hugo Chávez, y la inspiración de Fidel y Raúl, emprendieron la ruta de clonar a un fósil que solo sobrevivía porque había dejado de existir en la agenda de los problemas políticos globales: el socialismo.
Aquí el dolor era más intenso, de profundis, ya que destruía un mito, una pulsión metafísica y religiosa, más o menos inscrita en el dogma de que Cuba seguía siendo el norte, la guía de los revolucionarios del mundo y de la redención de la humanidad, pues, aparte de que no se rendiría frente a los imperios, tendría siempre el apoyo de un pueblo que, en el decir de Chávez, “conocía y vivía en una eterna felicidad”.
Y de repente aparece Raúl el “fatídico” 17 de diciembre del 2014 y explicita que decreta la reconciliación con los imperialistas yanquis, que de nuevo serían como hermanos y hasta el fin de los tiempos, dejando deslizar que todas las razones por las que América Latina había paralizado su desarrollo durante casi medio siglo eran una patraña, y ahí estaba él, el presidente de Cuba, para demostrarlo, al regresar, como hijo pródigo, a la casa del capitalismo, la democracia y la libertad.
En otras palabras, que una segunda caída del Muro de Berlín y del colapso del comunismo soviético se había configurado para todos los que quisieran oír, pero en especial para retrosocialistas como Daniel Ortega de Nicaragua, Rafael Correa de Ecuador, Evo Morales de Bolivia, Cristina Fernández de Argentina, Dilma Rousseff y Lula da Silva de Brasil y los sucesores de Chávez en Venezuela, Nicolás Maduro y Diosdado Cabello, quienes se retorcieron en una espiral de ridículo atroz, como quizá no le había sucedido a otra pandilla de tontos útiles y “perfectos idiotas” en la historia.
Y es que, ensayar y equivocarse en un caso de ingeniería social no era nuevo ni inusual en la escala de los asuntos humanos, pero ensayar con un fracaso, con un error que ya había revelado su inviabilidad, sí era un atributo de obcecados e idiotas latinoamericanos, de gente que, aun ejercía el poder y tendrían que vérselas con las risotadas universales que ya empezaban a rodearlos por todas partes.
Pero, particularmente comprometida resultaba la situación de los retrosocialistas venezolanos, de los sucesores del “comandante eterno”, Chávez, Maduro y Cabello, quienes no solo podían considerarse los herederos del padre de la criatura -el también llamado “Socialismo del Siglo XXI”, sino de sus ruinas, pues habían sido sus financistas, despilfarrando en el intento los DOS BILLONES Y MEDIO DE DÓLARES que había ingresado al país durante el último ciclo alcista de los precios del crudo (2004-2008).
De modo que, en aquel diciembre del 2014, los revolucionarios venezolanos, debían considerarse, no solo como unos “payasos históricos”, sino de aquellos a los que “el uso” deja tanto en la más aguda desolación, como sin tener que comer, ir al médico, o caja, porque la ilusión y las fantasías les habían costado el bienestar de varias generaciones.
Pero el “todo está perdido”, no tiene porque amedrentar a los que, no “teniendo más allá”, no encuentran otra opción que “resistir o morir” y esa fue la que asumieron Maduro y Cabello en enero del 2015 que, se teñía de los más negros nubarrones para una apuesta que pudo sobrevivir a la muerte de su fundador, Chávez, pero no a la de los “padres del fundador”, Fidel y Raúl Castro.
En realidad, ya la edad había sacado de juego a Fidel con casi 90 años a cuestas, pero un Raúl ochentón y aparentemente sano era la última esperanza de que el retrosocialismo venezolano perdurara unos años adicionales, aunque fuera para arreglar una despedida al menos no tan dolorosa.
De modo que, para febrero, ya la estrategia adoptada era mantenerse en el poder con todas las consecuencias de una dictadura de corte militarista y tradicional, y su primer asomo estaba en aquel 19 de febrero en la tarde, que en las pantallas de televisión y redes sociales del mundo, anunciaba que los tiempos habían cambiado para Venezuela y para todos los que en el mundo quisieran hacer la lectura pertinente. Y primeros que ninguno, Barack Obama, Raúl Castro y la oposición democrática venezolana, que hasta ese día se había movido en un tablero donde enfrentaba a una “dictablanda” y no una “dictadura”.
Había pasado un año de la rebelión estudiantil del 2014, la misma que de febrero a junio movilizó millones de manifestantes a lo largo y ancho del país, y con un saldo de 43 asesinados por la represión oficialista, 400 heridos y 1200 encarcelados, hizo crujir al maduro-cabellismo en su cimientos, al extremo de obligarlo a un diálogo con la oposición.
Y si el diálogo se frustró, fue porque encontró a la oposición dividida y contribuyendo a las maniobras del régimen que, a pesar de tener a la opinión pública nacional e internacional en contra, pudo terminar proclamándose ganador.
Por eso, puede especularse que con el secuestro del Alcalde Ledezma, Maduro y Cabello aspiraron a que la oposición volviera a lanzarse a la calle y ahora sí, derrotada de nuevo, quedara para el remate en las parlamentarias del 6 de diciembre próximo.
Pero la oposición no cayó en la emboscada, se concentró en las protestas por la violación de los derechos humanos de Ledezma ante gobiernos y multilaterales de la región y de Europa y empezó a horadar la poca confianza que quedaba en el exterior sobre una administración maduro-cabellista medianamente democrática.
Pero lo más significativo fue que se solucionaron las discrepancias que aún bullían a raíz de los sucesos del 2014, y una MUD renovada y resurrecta empezó a monitorear y ejecutar la estrategia para derrotar al gobierno en las mismas parlamentarias en que pretendía sepultarla.
Hoy, todos los escenarios, encuestas y sondeos pronostican una derrota oficialista por más del 65 por ciento de los votos y la apertura de una etapa política en la cual, con mayoría simple o absoluta, la MUD y sus parlamentarios acumularían fuerzas y decisión para introducir cambios en una situación de crisis nacional que no puede calificarse sino de catastrófica. Los índices no mienten, con 500 por ciento de inflación anual, una paridad bolívar-dólar de 850 bolívares a favor de la moneda norteamericana, un desabastecimiento de alimentos y medicinas del 70 por ciento, y una caída del crecimiento de menos de 3 puntos del PIB.
De modo que, una crisis social cercana a la hambruna, más la aparición de una catástrofe humanitaria por muertes producto de la falta de medicinas y servicios médicos, sin contar la inseguridad que cobra la vida de 27 mil venezolanos al año, es la carta de presentación o defunción de este “Socialismo del Siglo XXI” que pasará a la historia como un residuo de un grupo de náufragos que dilapidó la riqueza más cuantiosa que contó Venezuela en toda su historia y nos dejó en la carraplana y a sus autores, Maduro y a Cabello, con la mano extendida o al FMI, o al imperialismo yanqui o el imperialismo chino.
Sobre este y otros escenarios me extiendo en mi libro, “El Secuestro del Alcalde”, que bauticé el jueves en la sede de “El Nacional” en la Avenida Principal de los Cortijos de Lourdes, de Caracas, y es mi tributo a una de las figuras más recias de la democracia continental y mundial, Antonio Ledezma y a todos los presos políticos de Venezuela.
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