Desde que el cardenal Bergolgio –hoy papa Francisco– comenzó a dar señales de que en la Iglesia católica y en la Curia vaticana se avecinaban importantes cambios, se han desatado, por un lado, una ola de esperanza y, por el otro, una reacción de fuerte polémica en torno a los dichos y actitudes decididamente renovadoras que se están haciendo cada vez más frecuentes en Roma. Lo anterior da paso al dilema en el sentido de determinar si el pontífice es un líder religioso o –si por el contrario– es un referente en la política mundial o ambas cosas.
Estos interrogantes se han planteado no solo cuando el santo padre ha adoptado posiciones novedosas o asumido lados, sino también cuando él ha sido puesto en medio y/o requerido por dirigentes políticos para causas cuyo beneficio no es para el campo espiritual sino para necesidades terrenales muy concretas. El papa mismo se ha dado cuenta de ello y ha confesado que en oportunidades se ha sentido “utilizado” por y para la política. Tal es el caso de la presidenta argentina, Cristina Kirchner, quien en repetidas ocasiones negose a conceder las audiencias solicitadas oficialmente por el entonces arzobispo de Buenos Aires, pero que con posterioridad a su investidura papal se ha venido deshaciendo en atenciones y encuentros más o menos forzados. Igual dilema se ha presentado hace apenas pocas semanas cuando el pontífice visitó al dictador Fidel Castro en su residencia de La Habana mientras evitaba el encuentro con las opositoras democráticas conocidas como “Damas de Blanco” o cuando fue destinatario de un polémico regalo ofrecido por Evo Morales, quien exhibió su pésima deficiencia educativa al entregarle un crucifijo entrelazado con una hoz y un martillo que poco o nada tienen que ver con la visita pastoral que Francisco dispensaba a Bolivia.
Así como la eficiente y usualmente discreta diplomacia vaticana ha sido crucial para promover el presente deshielo cubano/americano, también ha sido requerida –a veces públicamente– para dirimir conflictos internacionales o internos entre diferentes países y gobiernos del mundo que requieren de buenos oficios y/o de la intervención de una figura de altísimo calibre. En la actualidad la expansiva y ejecutiva personalidad de Francisco hace que en diversas instancias intereses nacionales o internacionales en pugna hayan pensado o piensen en su concurso lo cual presenta el riesgo para el papa de convertirse en un actor político a la sombra del prestigio que emana de su cargo. Ese papel de facilitador político a su vez tiene el potencial de generar disconformidades y/o acusaciones que puedan poner en entredicho a una figura que por definición debe estar “más allá del bien y del mal”. Imagínese usted a Francisco mediando entre Venezuela y Guyana o entre Guatemala y Belice, etc. La posibilidad de salir él y la Iglesia con las tablas en la cabeza son altas.
Es por ello, pues, que el vicario de Cristo debe asesorarse muy bien e invocar la inspiración del Espíritu Santo para manejar con acierto la determinación del límite entre su papel como líder espiritual o político sabiendo que en el mundo contemporáneo a una Iglesia comprometida con la justicia y con los pobres se le hará harto difícil mantener separados unos campos que por fatalidad histórica tienden a yuxtaponerse.
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