Introito. En la Antigua Roma se celebraba anualmente una fiesta en honor de la Bonna Dea (Diosa Buena). Mientras duran sus misterios, no se permite a ningún hombre entrar en la casa donde se realiza el culto. El año en que Julio César (100 a. C. - 44 a. C.) fue pretor, se encargó a su esposa Pompeya que oficiara como anfitriona por toda una noche. La ocasión fue propicia para que el joven patricio Publio Clodio, quien amaba desaforadamente a la mujer de César y recibía de ésta cierta atención, se disfrazara de fémina e ingresara a la casa del alto funcionario con la ayuda de una esclava de Pompeya. Cuando vagaba de un lado a otro de la inmensa casa, Clodio fue descubierto por una criada de la madre de César, la virtuosa Aurelia. A la mañana siguiente, en toda la ciudad se comentaba el horrible sacrilegio cometido por Clodio. El asunto fue tratado en el Senado, razón por la cual César se vio en la necesidad de repudiar a su esposa. Durante el proceso que se llevó a cabo, a César le preguntaron cuál fue la razón que tuvo para repudiar a su mujer. Las palabras que pronunció entonces han sido repetidas, una y otra vez, por los políticos de todos los tiempos: “La esposa de César no sólo debe ser honesta, sino que debe parecerlo”.
Mutatis mutandis, lo mismo puede decirse de la democracia venezolana de hoy: es un régimen político que no sólo debe ser formalmente tal, sino que debe parecerlo. Chávez en vida y ahora Maduro repiten como letanía que la revolución bolivariana es democrática y anteponen como prueba irrefutable el número de elecciones que se han realizado desde que alcanzaron el poder. Para calibrar la sostenibilidad de tal aserto se impone primero hacer una su revisión conceptual de este tipo de régimen político (la democracia), lo cual nos permitirá adentrarnos en el campo del “ser”, y luego efectuar un escrutinio ético y jurídico de algunas de las acciones o prácticas políticas llevadas a cabo a lo largo de las gestiones de ambos mandatarios para contrastarlas con el “parecer”.
Vamos con lo primero.La historia de la democracia se remonta a Grecia y, en especial, a la Atenas de Pericles. La palabra (demokratía) aparece por primera vez con Herodoto (c. 484 - c. 420 a. C.) –el padre de la historia, según Cicerón–. El término significa literalmente poder o autoridad (kratos) del pueblo (demos) y con ello se alude a una forma de “organización política” en la que cada miembro de una comunidad tiene el derecho de participar en la conducción de los asuntos públicos. Con el tiempo, esa forma de gobierno evolucionó. Es así como en la esencia de la democracia política moderna encontramos aspectos que son fundamentales: la separación de los poderes (legislativo, ejecutivo y judicial), lo cual debe ser entendido como sistema de frenos y contrafrenos, y el libre ejercicio de los derechos y libertades fundamentales, en especial, el derecho y la libertad de opinar, y por tanto a disentir. Esto último es a lo que se refirió lord Acton cuando señaló: “La prueba más segura para juzgar si un país es verdaderamente libre, es el quantum de seguridad del que gozan las minorías”. A lo mismo aludía Guglielmo Ferrero (El poder: los genios invisibles de la ciudad) cuando apuntaba que “en las democracias la oposición es un órgano de la soberanía popular tan vital como el gobierno. Suprimir la oposición significa suprimir la soberanía del pueblo”. De modo que si bien es cierto que la mayoría tiene el derecho de prevaler en democracia, eso lo tiene que hacer respetando los derechos y la libertad de la minoría.
Conforme a lo anterior, la democracia política impone necesariamente el “pluralismo”, toda vez que la diferenciación y no la uniformidad es lo que garantiza la convivencia en una sociedad. Como valor fundamental, el pluralismo tiene su punto de partida con la Reforma en el siglo XVI que fragmentó la unidad religiosa de la Edad Media. Hasta ese momento la diversidad se había considerado como factor fundamental de la ruina de los Estados, al ser elemento desencadenante de desorden y conflictos. Bajo ese criterio, la unanimidad era vista como un valor que garantizaba el buen ejercicio de los gobiernos. Como resultado de las guerras religiosas se empezó a ver la unanimidad con desconfianza y a la disensión como un valor, como algo beneficioso. Las implicaciones en cada caso eran obvias: la uniformidad impone un mundo monocolor; el pluralismo asegura la variedad de colores. Fue entonces inevitable que el pluralismo impactara al hecho político y, en especial, a la democracia.
La democracia griega no se caracterizó precisamente por el pluralismo. Es la democracia liberal –que es mucho más antigua que el liberalismo económico– la que construye sus fundamentos sobre la diversidad. Hay pues dos clases de democracia: la que se expresa como ejercicio directo del poder y la que se manifiesta como sistema de control y de limitación del poder. Thomas Jefferson (1743-1826), en no menor medida que John Adams (1735-1826) o James Madison (1751-1836), sostuvo firmemente que era el equilibrio del poder y no su división lo que constituía un remedio para el despotismo. En esta materia es fundamental tener presente que si bien el asiento del poder se encuentra en el pueblo, la fuente del Derecho está en la Constitución. Por eso un gobierno que se basa exclusivamente sobre el poder del pueblo no puede ser llamado gobierno de Derecho.
Establecido lo anterior, adentrémonos entonces a evaluar varios de los aspectos y prácticas más resaltantes de la mal llamada revolución bonita.
El fin justifica los medios. Mucho antes de que Chávez llegara al poder, en Venezuela se habló de la necesidad de hacer reformas en materia constitucional con el propósito de profundizar la democracia y mejorar la estructura del Estado. Incluso, después del golpe de Estado del 4 de febrero de 1992, el Consejo Consultivo designado por el Presidente Carlos Andrés Pérez lo planteó entre sus recomendaciones. A pesar de apoyo que tuvo el tema por parte de diferentes personalidades, los partidos políticos principales prefirieron pasar agachados. Al no hacerse los ajustes constitucionales requeridos, se le puso en bandeja de plata la iniciativa a Chávez, que terminó por convertirla en portaestandarte de su campaña política. El referendo se realizó el 25 de abril de 1999, absteniéndose de votar 62,4% de la población inscrita en el registro electoral. De modo que apenas concurrió 37,84% de la población con derecho al voto, de los cuales 92% apoyó al Presidente de la República. Con ese respaldo esmirriado, se convocaron las elecciones para los integrantes de la Asamblea Nacional Constituyente, que se efectuó el 25 de julio del mismo año. Para esta ocasión se adoptó un sistema electoral sesgado y perverso que permitió al Gobierno aumentar en forma desproporcionada el peso de su representación: con 66% de los votos obtuvieron 95% de los escaños, mientras que la oposición, con 34% de los sufragios, obtuvo 5%, demostrándose así que los actos de magia no sólo se realizan en los circos.
El 3 de agosto se instaló la Asamblea Nacional Constituyente y cuatro días más tarde aprobó su Estatuto de Funcionamiento, declarándose a sí misma, de manera inconstitucional, “depositaria de la voluntad popular y expresión de su Soberanía con las atribuciones del Poder Originario para reorganizar el Estado Venezolano y crear un nuevo ordenamiento jurídico democrático”, confiriéndose adicionalmente la potestad de “limitar o decidir la cesación de las actividades de las autoridades que conforman el Poder Público”. Con toda razón Allan Brewer-Carías, experto en derecho administrativo y constitucional, señala: “Con la asunción de este poder, la Asamblea había consumado el golpe de Estado, pues se daba a sí misma una carta blanca para violar una Constitución que estaba vigente y someter a todos los órganos del poder público constituido y electos a que le estuviesen subordinados”. En esa condición, la Asamblea aprobó disposiciones para impulsar la reorganización de todos los órganos del poder público; declarar al Poder Judicial en emergencia (dándose inicio al proceso de suspensión masiva de jueces e incorporación de nuevos magistrados identificados con el gobierno); y regular las funciones del Poder Legislativo, con lo cual se limitaron las competencias del Congreso Nacional.
El miércoles 15 de diciembre, mediante referéndum, se aprobó la nueva carta magna. Al acto de votación concurrió 45,94% en definitiva limitaba el ejercicio pleno de sus funciones del electorado, del cual 71,21% voto a favor y 28,79% lo hizo en contra. En otras palabras, poco más del 30 por ciento de los electores dio su visto bueno a la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela. Para Chávez fue una victoria pírrica, pero victoria al fin. Habiendo ya concluido su misión, la Asamblea se reunió nuevamente en sesión ordinaria y procedió –con plena consciencia de que el lapso máximo de funcionamiento que se había fijado a dicho Cuerpo en el referendo consultivo del 25 de abril de 1999 era de 180 días– a aprobar un Decreto mediante el cual se extendía dicho lapso de funcionamiento y, además, se convocaba a la sesión de clausura para el 30 de enero de 2000. El propósito de esta acción inconstitucional no fue otro que impedir que los órganos del Poder Nacional continuaran en sus funciones hasta las próximas elecciones. Así, el 22 de diciembre, procedió a dictar el Decreto regulatorio del “Régimen Transitorio del Poder Público”, mediante el cual se decidió eliminar el Congreso Nacional y nombrar una Comisión Legislativa Nacional; disolver las Asambleas Legislativas de los Estados y nombrar Comisiones Legislativas Estadales, controlar las Alcaldías y Concejos Municipales; eliminar la Corte Suprema de Justicia, crear el nuevo Tribunal Supremo y sus Salas, designar a los Magistrados y crear la Comisión de Funcionamiento y Reestructuración del Poder Judicial; designar a los nuevos titulares de los órganos del Poder Ciudadano (defensor del pueblo, contralor general de la República y fiscal general de la República); y nombrar los nuevos miembros del Consejo Nacional Electoral. No conforme con lo anterior, el día de cesación de sus funciones, la Asamblea aprobó un Estatuto Electoral del Poder Público, derogando así parcialmente la Ley Orgánica del Sufragio y Participación Política.
La cuerda se tensa cada vez más. La urgencia que tiene el presidente por implantar los cambios que se ha propuesto en su “revolución pacífica”, lo llevan a solicitar a la nueva Asamblea Nacional (figura creada por la nueva Constitución para sustituir al Congreso General de la República) que lo autorice, mediante Ley Habilitante, a legislar en un amplio campo de materias fundamentales. Sin mayor discusión, la autorización le fue concedida en el 2000. Es la chispa que enciende la pradera y que lo enfrenta al sector económico del país. De todas las normativas, la que provoca mayor agitación es la Ley de Tierras y Desarrollo Agrario, a la que Chávez califica de “candela pura”. La principal crítica gira en torno al sometimiento de la actividad agropecuaria a los designios del Gobierno, al darle a éste poder para decidir la actividad de las haciendas privadas.
Para ese momento ya Chávez había abierto otro frente de pelea: Petróleos de Venezuela (Pdvsa). En febrero de 1999, Chávez hizo su primera movida en la empresa: designó en la presidencia a un ejecutivo de carrera (Roberto Mandini) y nombró como director a un ex funcionario (Héctor Ciavaldini) que había sido despedido de la organización. Con ese caballo de Troya dentro de la fortaleza, meses más tarde el Presidente realizó su segunda jugada: salió de Mandini y puso a Ciavaldini a la cabeza de la empresa. Las implicaciones para la compañía fueron inmediatas. Muchos ejecutivos decidieron adelantar sus jubilaciones y otros sintieron la presión para que solicitaran las mismas. El resultado: salieron 124 funcionarios de la nómina ejecutiva y 1.323 de la nómina mayor.
Ciavaldini no duró un año en sus funciones. Fue destituido por el mal manejo que hizo de la contratación colectiva de la corporación. El 25 de octubre de 2000, el presidente de la República entregó las riendas de Pdvsa al general Guaicaipuro Lameda. El militar realizó una buena gestión pero permitió que se dieran incentivos para reducir más la nómina de trabajadores. En esa ocasión salieron 92 ejecutivos y 904 miembros de la nómina mayor. Decidido a torcerle el brazo a la empresa, el 8 de febrero de 2002, el jefe del Estado sustituye a Lameda por Gastón Parra Luzardo, teórico del tema petrolero, dedicado a la docencia en la Universidad del Zulia y sin ninguna experiencia gerencial. Dos semanas después, Parra hace una intervención en la Asamblea Nacional donde habla de la cuestión petrolera y Pdvsa más como político que como nueva autoridad de la industria, lo cual genera malestar dentro de la compañía. Los ánimos se encresparon y Parra recibió de los trabajadores expresiones de protesta, por la vía de un cacerolazo light, en el comedor de la sede principal de la empresa. La misma acción se repitió en otras instalaciones de la compañía en Caracas. Chávez entonces aumenta la presión nombrando como directores a varios funcionarios de la industria, sin tomar en cuenta a otros muchos con mayor tiempo y mejores credenciales dentro de la organización. Además, incluye a Carlos Mendoza Potella, quien por años ha tenido una posición muy crítica en relación con la empresa y su manejo. Las designaciones eran un golpe directo a la “meritocracia”, sistema de ascensos en la organización en función de los méritos del trabajador.
El miércoles 13 de marzo, los empleados de la empresa realizan un paro administrativo de cuatro horas. Cuatro días después Chávez anunció que si los trabajadores de Pdvsa paraban las operaciones de ésta, ordenaría su militarización. El 4 de abril, la asamblea de trabajadores acordó iniciar la suspensión progresiva de labores en todo el país. El domingo 7 ocurrió un hecho insólito, además de estrambótico: a través de la radio y la televisión, el presidente de la República anunció públicamente las medidas de despido y jubilación llevadas a cabo por las autoridades de Pdvsa; luego, haciendo uso de un pito y exclamando en cada oportunidad “¡Pa’ fuera!”, procedió a despedir a siete ejecutivos activos en las acciones de protesta (Juan Fernández, Horacio Medina, Gonzalo Feijoo, Edgar Quijano, Alfredo Gómez, Carmen Elisa Hernández y Eddie Ramírez Serfaty). No contento con eso, de manera altanera dijo: “Estas siete personas han sido despedidas de Petróleos de Venezuela y esto continúa. Alerto a la llamada nómina mayor, yo no tengo problemas de rasparlos a toditos…”. La desquiciada acción presidencial desató los demonios: los trabajadores petroleros anunciaron que el paro general sería indefinido.
@EddyReyesT
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