Mañana es 24 y lo que todos tenemos en mente es cómo lo vamos a pasar con nuestros seres queridos. Los que vivimos fuera de Venezuela pensamos en los de allá y queremos que, de aquí al 31, la escasez y los altos niveles de criminalidad y delincuencia se amilanen por unos días. Tenemos la esperanza de que los malandros de barrio se den unas vacacioncitas y dejen a los demás disfrutar un poco en paz la Navidad. Una actitud menos belicista de parte del chavismo gobernante ayudaría.
Fuera de Venezuela tenemos una familia extendida, los amigos, conocidos y vecinos que nos dan alegría, apoyo y cariño durante el año, que en algo suplen el calor que extrañamos de nuestra tierra. Desde fuera del país vemos con angustia los sinsabores de nuestros compatriotas y procuramos poner nuestro granito de arena en función de su felicidad. Todo el mundo lo hace a su manera. Los menos se valen de Facebook y otras redes sociales para expresar su descontento, aportar su punto de vista, descargar rabias, informar y hasta ofrecer soluciones. Otros se organizan activamente, promueven el registro y el voto ciudadano, movilizan a la gente en el exterior, a los esparcidos ya por todas partes, en favor de la democracia. También hay los que generan o facilitan el contacto con personalidades y autoridades locales y nacionales de los países que nos han dado su generosa acogida, los que promueven el conocimiento y la discusión de altura sobre las alternativas que se le presentan al país en todos sus órdenes, los que también promocionan sus logros y virtudes.
Desafortunadamente para el país, ya es un lugar común decir que el venezolano no emigraba, no se iba de su patria, y que ahora sí. Desafortunadamente, porque un elevado porcentaje está representado por gente joven, que se empezó a formar en su país y continúa formándose en el exterior, pero cuya preparación, energía, frescura e innovación probablemente no regrese ni la aplique en Venezuela, porque no ve claro su futuro ni sus oportunidades. Desafortunadamente, porque pensando tan solo en Estados Unidos, donde vive la mayor porción de quienes han emigrado, los venezolanos destacan entre los latinoamericanos como el grupo hispano con más educación formal; casi la mitad cuenta al menos con un título universitario. A pesar de no ser la comunidad latina más numerosa, ampliamente sobrepasada por la diáspora mexicana, cubana, puertorriqueña, dominicana y centroamericana, y en buena medida también por la colombiana, argentina y peruana, los venezolanos destacan en todos los órdenes de la vida social norteamericana, y muy especialmente en el ámbito académico e intelectual de Estados Unidos.
Un ejemplo de la calidad del inmigrante venezolano que reside en Estados Unidos está en Leo Rafael Reif, ingeniero eléctrico maracucho, hoy presidente del Instituto Tecnológico de Massachusetts, una de las instituciones universitarias más prestigiosas del mundo –para no hablar de Ricardo Hausmann, jefe de un departamento en la Universidad de Harvard, o de Moisés Naím, una verdadera personalidad del mundo político-cultural-académico de Washington, DC–. Allí no llega cualquiera. La lista es larga si me pongo a mencionar a profesores venezolanos en otros centros de estudios, empezando por los que están en la capital estadounidense, como Georgetown, George Washington University y American University. O si menciono a los que abundan en el mundo del deporte, de las artes, de la farándula, de las ciencias, de las grandes corporaciones.
Si miramos hacia los ámbitos del emprendimiento y del esfuerzo que muy bien pudieran estar aplicándose en la patria original, me remito a ciudadanos comunes y corrientes que en apenas dos o tres kilómetros a la redonda, en un pueblo del norte de Virginia como en el que yo vivo, son venezolanos: la gerente del Chipotle del pueblo, o del Dunkin Donuts más cercano, o de un par de secciones del Whole Foods, un supermercado sifrino de comida orgánica. Y esta no es un área típica de concentración de venezolanos.
El camión de comida ambulante que se ganó el premio como el más sabroso y atractivo del área metropolitana de Washington este año fue Arepa Zone, cuyo menú consiste en una variedad de arepas, cachapas y tequeños. Y si de areperas hablamos, las he visto en Cincinnati, Ohio; en Harrisburg, Pensilvania; en Jackson, Misisipí; en Falls Church, Virginia, además de las que hay en Nueva York, Florida y otros estados.
Es ocioso ya hablar de las causas de este fenómeno migratorio venezolano, producto, digamos nada más, de la existencia de un régimen que ya raya en lo absurdo (aunque quizás veamos con más claridad a partir de enero lo buena que es la máxima gringa de “follow the money”, sigue la ruta del dinero, para encontrar explicaciones no tan absurdas de lo que ha pasado). Pero no es ocioso, sino auspicioso, tener esperanza en que las cosas van a cambiar con el esfuerzo conjunto de los de adentro y de los de afuera. Este fin de año ha sido ciertamente venturoso. El pueblo venezolano envió a sus dirigentes el 6 de diciembre una buena señal.
Mañana es 24, un día de alegría en la tradición católica de la cual la mayoría del país forma parte, un día de celebración. Como dicen por el patio donde me encuentro, la Navidad es un día más de dar que de recibir. Y después, rapidito, viene el 31, que es el día del abrazo, del deseo por un futuro mejor.
Démosle un abrazo a Venezuela. Feliz Navidad y feliz año nuevo.
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