Encuestas y estudios, tanto previos como posteriores al referéndum recientemente celebrado en el Reino Unido, han mostrado que un número importante de los votos en favor de dejar la Unión Europea (que fue la opción triunfante apenas por escaso porcentaje) provenía de votantes de edad madura, mientras que la juventud en su mayoría prefería permanecer en el grupo. Si el voto hubiese sido en Venezuela, donde los menores de 30 años constituyen una amplísima base de la pirámide poblacional, la preferencia de ellos hubiese triunfado. En el Reino Unido, por el contrario, tal pirámide tiene una base mucho menos ancha y por dicha razón el número de votantes maduros es alto. No pretendemos aquí afirmar que esa fue la principal razón, pero sí aspiramos a proponer una reflexión acerca de cómo la gente vota y cuáles son las consecuencias de votar de una u otra manera, siendo que el voto es una de las herramientas más importantes (aunque no única) de los regímenes democráticos, como lo son todos los que componen el esquema de integración europea.
Se comenta que esa generación madura emitió su voto teniendo en cuenta –además de otras consideraciones– la visión tradicional de lo que es el Reino Unido (especialmente Inglaterra), una isla, otrora metrópoli del más grande imperio jamás habido, cubierta de importantes glorias y que después de la II Guerra se convirtió en pionera de la construcción de un Estado Benefactor que otorgó importantes conquistas al ciudadano normal que –además– en su momento fue el paladín de la defensa en la Europa continental de la democracia mundial asediada por el nazismo. Muchos de esos ingleses aún consideran que su país es el ombligo del mundo y por tanto no tiene necesidad imperiosa de anotarse en esquemas de mercado ampliado, puertas abiertas, moneda común y demás distintivos que caracterizan a una Europa grande y unida.
Esas mismas encuestas y estudios revelan que, por el contrario, la generación menos veterana ya no está tan pendiente de aquellos laureles y logros de antaño, sino que han nacido y crecido en un mundo en el que la globalización es la agenda del presente y el futuro, la revolución informática, los avances tecnológicos y la creación de un mercado cuyo tamaño decuplica la población británica bien amerita el pago de un precio expresado en disciplina acordada, normas comunes y sentimiento europeo por encima de la percepción aislacionista.
Sin entrar a discutir si la decisión soberana por el brexit es o no acertada, estas líneas pretenden llamar la atención acerca de las consecuencias que esa democrática arma del voto puede producir en el presente y el futuro de las sociedades.
No cabe duda de que el primer ministro Cameron, quien no deseaba que su país se separara de la Unión, no hubiera convocado al referéndum si hubiera anticipado el resultado. Igual pasó con el referéndum por la independencia de Escocia celebrado en septiembre de 2014, cuyo resultado estuvo en línea con la aspiración de Downing Street N° 10 de impedir tal escisión. Pero lo cierto es que ahora se la volvió a jugar “todo a Rosalinda” y la apuesta le salió distinto a lo que hubiese deseado. Así lo reconoció Mr. Cameron y rápidamente ofreció su dimisión en términos de la mayor dignidad y altura democrática.
Es así como la tendencia aupada por los “veteranos” producirá consecuencias de mucha relevancia para los “muchachos” y ello se extenderá tal vez a las generaciones por venir, que –para bien o para mal– tendrán que vivir sujetos a las consecuencias de una generación que ya estará extinguiéndose cuando a ellos les toque ser portadores de la antorcha.
Los políticos –especialmente cuando ganan– no omiten repetir que los pueblos nunca se equivocan. La historia se ha encargado una y otra vez en demostrar lo contrario. La asunción de Hitler al poder en 1933 es un caso evidente, la de Allende en Chile en 1972 demuestra lo mismo, Chávez en 1998 es otro ejemplo como lo está siendo el resurgimiento de los movimientos nacionalistas y neonazis en la Europa de hoy donde un ex nazi (Kurt Waldheim) llegó a la presidencia de Austria en 1986 y otro extremista de ultraderecha cuasi nazi (Norbert Hofer) estuvo apenas en mayo de este mismo año a 31.000 votos de alzarse con la presidencia austríaca.
Difícil y hasta políticamente engorroso es afirmar que a veces los pueblos sí pueden equivocarse. Lo que ocurre es que en democracia el voto es la más clara manifestación de la voluntad popular. Así se lo deben estar planteando los “próceres” de la “revolución bolivariana” cuando pretenden descalificar a la Asamblea Nacional elegida con mayoría determinante y por tal razón obstaculizan de una y mil maneras la acción de un poder del Estado que ostenta el máximo de legitimidad.
Lo cierto es que el voto, que ha probado ser un arma definitoria, no debería ser ejercido en función de consideraciones momentáneas, el enfatuamiento producido por populistas redentores, agradecimientos o enojos que enceguezcan la razón, etc. Quien vota, así lo haga mal o por desconocimiento, asume la responsabilidad de su sufragio, y el colectivo, en democracia, debe aceptar las consecuencias –buenas o malas– de la decisión de las mayorías. Esas son –al menos por ahora– las reglas del juego sin dejar de reconocer que en las democracias modernas las minorías también tienen derechos.
Uno pudiera decir que la llave para resolver este problema es la educación –especialmente política– de los pueblos. No estamos seguros. ¿Acaso el pueblo alemán de 1933 no era uno de los más educados del planeta?, ¿acaso los británicos de hoy no lo son?
Este columnista no ofrece una fórmula de solución. Solo pone sobre la mesa el problema, y se pone en los zapatos de todos esos británicos que ya no podrán vivir con holgura sus jubilaciones en España, ni los jóvenes que no podrán acudir a un mercado laboral ampliado para ofrecer sus servicios, ni el astro futbolístico Gareth Bale del Real Madrid, quien a partir de ahora ya no podrá fichar como “comunitario” en la alineación merengue, o los escoceses que queriendo ser independientes y comunitarios no puedan ser ni lo uno ni lo otro.
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