Celebra Caracas su 449° aniversario; aun cuando deba decir que celebrar resulta algo macabro. ¡Y es que los caraqueños vivimos otra trágica circunstancia que, a buen seguro superaremos y es, en paralelo, tanto o más gravosa que el terremoto de 1812!
Filas de hambrientos desdentados pululan por la urbe. Los muertos de la violencia o por la falta de asistencia desbordan las paredes de la morgue, y la ley de la supervivencia se sobrepone a lo que nos da textura como ciudad, es decir, al hecho cultural, fundado en lazos de afecto y solidaridad.
Unos, desde sus ostracismos, desde tierras lejanas a las que han debido emigrar por la malquerencia de nuestros gobernantes revolucionarios, cantan entristecidos como lo hacía don Andrés Bello hace más de dos siglos: Amada sombra de la patria mía…/ ¿dónde estáis ahora /compañeros, amigos / de mi primer desvariar testigos?... Otros, pegados a la oración de Andrés Eloy piden la mediación de la Virgen olvidada, Nuestra Señora de Caracas, y optan por orarle otra vez al Nazareno de San Pablo. Piden otro milagro, otro limonero para la cura: ¡Oh, Señor, Dios de los Ejércitos /La peste aléjanos, Señor…!
Entre tanto, mientras un personaje sin documentos se aferra como invasor a la vieja Casona de Misia Jacinta, otro más lúgubre, suerte de Marqués de Casa León, disfruta de su obra destructora. Recrea con su proceder la igual satisfacción que a algunos produce el sismo que sufre la Caracas antañona e impulsa a Bolívar, presa del terror, a gritar su impía frase: “Si la naturaleza se opone...”. Y así cuenta José Domingo Díaz, que el mayordomo de los hospitales, con risa de psiquiatra enajenado, se llena de contento por el derrumbe de la casa de los españoles.
En verdad, Caracas vive épocas de luces y porfiada, cada vez que la tragedia o la traición intentan robarle su primado, renace; se niega volver al estadio previo a su fundación, cuando los primitivos habitantes del Valle de San Francisco, que mide 40 leguas hacia el este partiendo desde Borburata, viven unos de espaldas a los otros, disgregados en grupos al pie del Waraira Repano, el cerro Ávila que miman juglares y cantores.
La cuestión es que esta ciudad capital adquiere conciencia de identidad a lo largo del siglo XVII, cuando se ve dotada – por necesidad y también reclamo de sus habitantes – de instituciones que le permiten autogobernarse; como cuando disfruta de su universidad pontificia, es sede de la Capitanía General, tiene su Real Consulado y hasta una empresa Guipuzcoana que se ocupa de su economía, y que a la par nutre a la capital con navíos de la Ilustración; en otras palabras, el despertar de las fuerzas emancipadoras no vienen de la nada.
Pero esa entidad la pierde Caracas durante el siglo XVIII, desde cuando se ve sometida a la autoridad de Bogotá. Las guerras cruentas que la amilanan y el sueño de la Gran Colombia, dejan un testimonio elocuente. El propio Bolívar, su hijo ilustre, narra el deseo de su hermana de mudarse a los Estados Unidos, porque “Caracas está inhabitable”. Y le escribe a su tío Esteban Palacios con su elegía desde el Cuzco “Ud. lo encuentra todo en escombros, todos en memorias. Ud. se preguntará a sí mismo dónde están mis padres, dónde mis hermanos, dónde mis sobrinos… ¿Dónde está Caracas, se preguntará Usted?”.
Su otro momento de declinación es obra de la malquerencia de Juan Vicente Gómez. No se aclimata y prefiere a Maracay. Será necesario esperar la llegada del ronquito, el general Eleazar López Contreras, para que, asistidos por arquitectos franceses, bajo la guía de Carlos Raúl Villanueva, demos nuestro salto a la modernidad. La Reurbanización El Silencio es un testimonio de amor a los habitantes del Valle de San Francisco, pues hace ciudad y forja ciudadanía.
Pasaran 60 años, hasta 1999, durante los que, todos los presidentes, todos a uno venidos de la provincia, coquetean con la ciudad que es corazón de Venezuela. Le regalan sus autopistas, sus teatros, sus hoteles, su subterráneo, sus conexiones con el resto del país, sus grandes hospitales, su teleférico, elevándole a los caraqueños la expectativa de vida, desde 53 años suben a 74 años, por algo elemental que éstos reclaman a inicios de la democracia: ¡agua, agua, agua!
Nadie podía imaginar que Caracas se viese preterida, una vez más, por la infidelidad y una amante prostituida, La Habana de los Castro.
Ganar la libertad es hoy nuestro mayor deber ciudadano. Expulsar al invasor, una obra de conciencia. Reivindicar nuestra capitalidad, es un deber histórico. La posteridad le hará juicio a nuestra generación. Y a ese desafío me sumo, obligado, por haberle servido a Santiago de León como su gobernador, haber nacido en su esquina de la Fe, y antes de que su actual y celoso cuidador, el Alcalde Mayor, Antonio Ledezma, se viese encarcelado y con él la soberanía de Caracas.
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