Wednesday, January 25, 2017

Una parcelita en el Panteón

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Editorial El Nacional

Hace algunos años, cuando aún los graffiti no eran considerados manifestaciones de arte urbano y dos virtuosos del spray, que se hacía llamar Oso y Tucán, se disputaban las paredes del este capitalino con irreverentes alusiones a flatulencias cardenalicias o llamadas a las feministas para que se liberaran orinando de pie, apareció un mensaje pidiendo  la  inhumación inmediata  en el recinto sepulcral reservado a los próceres de quien, para los que creían encarnar la decencia bien pensante del país, era el más alto exponte de las letras nacionales, el más visible de los amigos invisibles y el más notable de los notables: “¡Úslar al  Panteón…ya!”, rezaba el insolente mensaje que suscitó más indignación que sonrisas.
No vamos a profundizar aquí sobre los méritos del autor de Las lanzas coloradas para ocupar un nicho en el olimpo de los hacedores de patria. La anécdota viene a cuento en ocasión del traslado a esa última morada de los restos de Fabricio Ojeda, cuyos merecimientos debieron ser discutidos por la Asamblea Nacional.
Ya Hugo Chávez, preparando acaso el terreno (o el foso) para su inmortalización, hizo sepultar en la antigua iglesia de la Santísima Trinidad – transformada en Panteón Nacional por disposición de Guzmán Blanco – el inexistente cuerpo del cacique Guaicaipuro, paso previo a su propósito, como albacea de la gloria bolivariana, de compartir espacio con el Libertador en el mausotreto ad hoc diseñado por Farruco Sesto, iniciativa que por ahora y fortuna no se ha materializado. Después de esa farsa, es de esperar que un movimiento –el PSUV– especializado en improvisar mártires y héroes de papel agote las plazas disponibles de esa casa mortuoria antaño muy respetada por lo venezolanos y hoy objeto de críticas, cuando no de chercha.
Nada de extraño tendría que más temprano que tarde sean  allí catapultados por cuestionables atributos, y respaldados por biografías amañadas, gentes como Danilo Anderson, Lina Ron, Eliécer Otaiza, Luis Tascón y otros combatientes que oficiaron de soplones y perdonavidas. Ante tal contingencia, el Parlamento debería instrumentar algún tipo de legislación que limite la glorificación nacional de truhanes –¿apología del delito?–, sin otra virtud que su fidelidad a la revolución, solo porque el jefecillo de turno se encapriche con la idea de santificar sus nombres sin importarle sus prontuarios.
Lo que sí extraña es que ningún vocero de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana se haya pronunciado en torno a la pertinencia de rendir homenajes póstumos a quienes fungieron de aliados de un gobierno extranjero –el cubano, para ser exactos– con el fin de promover la liquidación de un gobierno electo democráticamente.
 Sí, muy raro resulta que altos oficiales que apadrinan su vocación de servicio al país mediante “la defensa de su integridad e independencia”, guarden silencio ante una decisión tan controversial como lo es rendir culto, por ejemplo, a Marulanda o al Che Guevara, sanguinarios aventureros  que, cada uno en su momento, intentaron vulnerar nuestra soberanía. Y bastante más raro aun es que aboguen porque se les haga un lugar en la memoria histórica nacional con una parcelita en el Panteón.

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