Ortega es un hombre de silencio. Calla todo lo que puede afectar a la
dictadura castrista y en particular lo que pueda resultar en su
perjuicio, por eso sus declaraciones de que en Cuba no quedan presos
políticos, encuadran perfectamente con su comprobada inclinación de
favorecer al régimen de la isla en todo lo que le sea posible.
Su conducta permite suponer que escogió la vida eclesial más por conveniencia que por fe. También deja apreciar que su actuar se semeja más al de algunos clérigos de las antiguas cortes europeas que gustaban incursionar en el poder temporal y para lograrlo, hacían todo tipo de concesiones a los reyes, dicho sea de paso, los Castro tienen más de monarcas absolutos que de dictadores.
Jaime Ortega y Alamino es posiblemente el más sinuoso y genuflexo Obispo que ha tenido la iglesia Católica Cubana. Su petulancia no honra en medida alguna el evangelio que predica.
El cardenal es incapaz, cabe la pregunta de cómo ascendió al purpurado, de insuflar valores cristianos o predicar la ética sobre la cual se ha sostenido el mundo occidental. Su práctica es la de un político oportunista. Calla, tergiversa y manipula con eficacia.
La realidad es que las conmociones sociales y políticas tienden a generar oportunidades para que determinadas personalidades accedan a posiciones protagónicas, capitulo en el que es de suponer debe ser encasillado el cardenal cubano Jaime Ortega y Alamino.
El cardenal Ortega debe ser catalogado como un sobreviviente exitoso. Superó la cruel experiencia de las Unidades Militares de Ayuda a la Producción, entidad criminal creada por el castrismo para encerrar a miles de jóvenes desafectos al nuevo orden.
Todo parece indicar que su estancia en los campos de concentración le llevó a concluir que la fórmula ideal para su éxito personal, estribaba en no ver y enmudecer, ante los crímenes que la iglesia en la que hacia vida condenaba. Pasar por alto que miles de fieles se pudrían en las cárceles y que centenares de creyentes, antes y después de sus vivencias en la UMAP, ofrendaron sus vidas frente a un pelotón de fusilamiento clamando por Cristo Rey.
Ortega escaló posiciones en una iglesia que enfrentaba serios problemas por falta de sacerdotes y las restricciones gubernamentales que le impedían acceder a la población, cuyos fieles eran brutalmente reprimidos y discriminados.
Paralelo a la represión e intimidación contra los creyentes y sus iglesias, el futuro Obispo establecía relaciones personales con los jerarcas de la dictadura, con un gobierno que especificaba en su constitución que era oficialmente ateo.
Paulatinamente se fue asegurando un rol importante en el escenario principal del totalitarismo cubano. El fracaso absoluto del castrismo le favoreció y se convirtió en el interlocutor más relevante del régimen.
La crisis estructural de la dictadura ha beneficiado el protagonismo de Ortega. El régimen necesita un cardenal de sus características, por eso le permitió ser uno de los intérprete en la ficción de diálogo que culminó con la salida del país de prisioneros políticos y sus familiares.
Raúl Castro había tomado la decisión de la excarcelación y deportación, pero necesitaba que Ortega y Alamino asumiera un rol protagónico para afianzar una figura que favorecería su propósito de lavar la cara de la dictadura, con el único fin de que todo siguiera igual.
Las declaraciones del cardenal sobre los prisioneros políticos le colocan una vez más en la principal línea de defensa de la dictadura, ya que la prisión la nutre el régimen con sus acciones represivas y las injustas condenas que dicta.
El cardenal debería ver el informe de la Comisión Cubana de Derechos Humanos y Reconciliación Nacional, firmado por el activista Elizardo Sánchez. El documento refiere que en la isla hay 21 personas que llevan entre 12 y 24 años encarcelados por delitos contra el estado, al no ser que Ortega y Alamino no considere a estas personas como prisioneros políticos tal y como hace la dictadura.
La relación presenta 71 personas que han sido condenadas o procesadas por razones políticas. Entre ellas, Mario Ronaide Figueroa sancionado a tres años de prisión por hablar en contra del gobierno o Armando Sosa Fortuny, penado a 30 años, por infiltrarse clandestinamente en Cuba, una misión que cumplieron Fidel y Raúl Castro en 1956, con el agravante de que ellos con sus acciones han causado la muerte de millares de personas y la devastación de todo un país.
El cardenal debería revisar la lista. Está Ernesto Borges, un prisionero político visitado por su eminencia en el 2012 cuando realizaba una huelga de hambre. Borges, 17 años preso, reclamaba ser puesto en libertad, condición a la que tenía derechos según las leyes cubanas, pero no, “en Cuba no hay presos políticos”.
Su conducta permite suponer que escogió la vida eclesial más por conveniencia que por fe. También deja apreciar que su actuar se semeja más al de algunos clérigos de las antiguas cortes europeas que gustaban incursionar en el poder temporal y para lograrlo, hacían todo tipo de concesiones a los reyes, dicho sea de paso, los Castro tienen más de monarcas absolutos que de dictadores.
Jaime Ortega y Alamino es posiblemente el más sinuoso y genuflexo Obispo que ha tenido la iglesia Católica Cubana. Su petulancia no honra en medida alguna el evangelio que predica.
El cardenal es incapaz, cabe la pregunta de cómo ascendió al purpurado, de insuflar valores cristianos o predicar la ética sobre la cual se ha sostenido el mundo occidental. Su práctica es la de un político oportunista. Calla, tergiversa y manipula con eficacia.
La realidad es que las conmociones sociales y políticas tienden a generar oportunidades para que determinadas personalidades accedan a posiciones protagónicas, capitulo en el que es de suponer debe ser encasillado el cardenal cubano Jaime Ortega y Alamino.
El cardenal Ortega debe ser catalogado como un sobreviviente exitoso. Superó la cruel experiencia de las Unidades Militares de Ayuda a la Producción, entidad criminal creada por el castrismo para encerrar a miles de jóvenes desafectos al nuevo orden.
Todo parece indicar que su estancia en los campos de concentración le llevó a concluir que la fórmula ideal para su éxito personal, estribaba en no ver y enmudecer, ante los crímenes que la iglesia en la que hacia vida condenaba. Pasar por alto que miles de fieles se pudrían en las cárceles y que centenares de creyentes, antes y después de sus vivencias en la UMAP, ofrendaron sus vidas frente a un pelotón de fusilamiento clamando por Cristo Rey.
Ortega escaló posiciones en una iglesia que enfrentaba serios problemas por falta de sacerdotes y las restricciones gubernamentales que le impedían acceder a la población, cuyos fieles eran brutalmente reprimidos y discriminados.
Paralelo a la represión e intimidación contra los creyentes y sus iglesias, el futuro Obispo establecía relaciones personales con los jerarcas de la dictadura, con un gobierno que especificaba en su constitución que era oficialmente ateo.
Paulatinamente se fue asegurando un rol importante en el escenario principal del totalitarismo cubano. El fracaso absoluto del castrismo le favoreció y se convirtió en el interlocutor más relevante del régimen.
La crisis estructural de la dictadura ha beneficiado el protagonismo de Ortega. El régimen necesita un cardenal de sus características, por eso le permitió ser uno de los intérprete en la ficción de diálogo que culminó con la salida del país de prisioneros políticos y sus familiares.
Raúl Castro había tomado la decisión de la excarcelación y deportación, pero necesitaba que Ortega y Alamino asumiera un rol protagónico para afianzar una figura que favorecería su propósito de lavar la cara de la dictadura, con el único fin de que todo siguiera igual.
Las declaraciones del cardenal sobre los prisioneros políticos le colocan una vez más en la principal línea de defensa de la dictadura, ya que la prisión la nutre el régimen con sus acciones represivas y las injustas condenas que dicta.
El cardenal debería ver el informe de la Comisión Cubana de Derechos Humanos y Reconciliación Nacional, firmado por el activista Elizardo Sánchez. El documento refiere que en la isla hay 21 personas que llevan entre 12 y 24 años encarcelados por delitos contra el estado, al no ser que Ortega y Alamino no considere a estas personas como prisioneros políticos tal y como hace la dictadura.
La relación presenta 71 personas que han sido condenadas o procesadas por razones políticas. Entre ellas, Mario Ronaide Figueroa sancionado a tres años de prisión por hablar en contra del gobierno o Armando Sosa Fortuny, penado a 30 años, por infiltrarse clandestinamente en Cuba, una misión que cumplieron Fidel y Raúl Castro en 1956, con el agravante de que ellos con sus acciones han causado la muerte de millares de personas y la devastación de todo un país.
El cardenal debería revisar la lista. Está Ernesto Borges, un prisionero político visitado por su eminencia en el 2012 cuando realizaba una huelga de hambre. Borges, 17 años preso, reclamaba ser puesto en libertad, condición a la que tenía derechos según las leyes cubanas, pero no, “en Cuba no hay presos políticos”.
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