LEANDRO
AREA
Desde
1989 hasta la llegada de Chávez al poder en 1999 e incluso durante el primer
año de su mandato mientras aprendía apenas a gatear en los farragosos caminos
de la política no conspirativa ni golpista, las relaciones colombo-venezolanas
vivirán el momento de mayor esplendor en toda su historia, si por ello
entendemos cooperación y agenda constructiva con participación de las
comunidades involucradas. Hoy poco y pocos nos acordamos de ello perdiendo así
nuestra capacidad para comparar y asombrarnos al entender lo mal que andamos en
la actualidad también en ese aspecto.
En ese
entonces parecía ya superada la vieja noción de “tensa calma” acuñada en los
años sesenta para caracterizar y definir nuestra relación con Colombia cuando
surgió con fuerza y por primera vez lo que después sería un vicio común y
compulsivo: la archinombrada delimitación de las áreas marinas y submarinas al
norte del golfo de Venezuela. El archipiélago de Los Monjes mereció en el
pasado tratamiento singular y definitivo.
A través
de la magia de la política y de su brazo más próximo y desarmado, la
diplomacia, se logró desgolfizar, despetrolizar digamos, esa relación entre
vecinos, “hermanos” los llamarían exageradamente algunos, dándole rango de
primer orden a lo fronterizo y sacándolo así del limbo histórico en que se
encontraba y en el que vuelve a estar. Dejó de ser lo vecinal pues, en esa
década, aquel “Tercer País” del que hablaba Uslar Pietri y se le dio carácter
de actor fundamental en la relación binacional, anteriormente también
gobernada, exclusiva y exageradamente, desde y por el binomio Caracas-Bogotá.
En suma,
al desgolfizar la relación, esta se desmilitarizaba y el elemento bélico, brazo
armado de la política, ocupó y se ocupó de lo que le corresponde estrictamente
dentro de la Constitución de los Estados democráticos, a saber: la seguridad y
la defensa nacional.
Existía
además una agenda internacional y regional de pos-Guerra Fría y de posdictadura
en el continente, llena de optimismo y de cierto esplendor económico y
comercial, y esperanza en que los valores de la democracia, la libertad y la
justicia social podían prevalecer a través del diálogo, sobre guerras y
conflictos. Dentro de ese marco más general es que habría que entender el
gigantesco esfuerzo que realizaron Colombia y Venezuela luego de haber estado,
dos años antes nada más, en 1987, al borde de una guerra.
Seguían
los problemas fronterizos, cómo no. El contrabando, el secuestro, el aliviadero
de la guerrilla y sus ataques dentro de territorio venezolano, el narcotráfico
de allá más que el de acá, que de eso andábamos en pañales todavía, del hampa
común siempre tan activa e imaginativa y la pobreza, que engendra y anida a
todos los males anteriores. Pero en verdad, a pesar de esas crónicas
realidades, se respiraban aires de progreso, de trabajo conjunto y de
esperanzas en que aquellos sueños comunes, de tanto peso sobre nuestros hombros
eran posibles y que con voluntad política se podían cristalizar.
Pero
llegaron Chávez y Uribe y dentro de circunstancias históricas específicas
dieron al traste con todo lo hecho anteriormente sin necesidad siquiera de
sacar del clóset el tema de la delimitación de áreas marinas y submarinas, con
la salvedad, sea dicho, de la hojarasca aquella que se levantó en 2007 con la
supuesta propuesta de solución que Chávez anunciara en su Aló,
Presidente 292, desde Yaracuy, que dicen los malpensados, entre los
cuales me encuentro, que era a cambio del permiso que Uribe le estaba otorgando
para que sirviera como mediador en el conflicto entre el Estado colombiano y
las FARC-EP. Los rasgos personales y psicológicos de ambos, las distancias
ideológicas y de perspectiva política, sus acercamientos o lejanías con Estados
Unidos, su postura frente a la guerrilla colombiana, en fin, sus amigos y sus
enemigos, mantuvieron en jaque esa relación otrora medianamente institucional
ahora asunto estrictamente visceral.
Saliendo
Uribe del gobierno, frustrado por no haber podido ser presidente una tercera
vez, apareció Santos, su alumno más aventajado e implacable ministro de
Defensa, que de buenas a primeras se reinventó una imagen y rompió con su
progenitor y su ideario a través de aquella máxima según la cual en Chávez
había descubierto a su mejor amigo. El golfo seguía quieto.
Con el
fallecimiento del ahora comandante eterno, aparece el ungido Nicolás Maduro y
la relación entre ambos países entra en una barrena crítica que gradualmente
nos ha traído al basurero en que se ha convertido hoy. De la agenda
esperanzadora aquella que iniciaron Pérez y Barco, hace 26 años, ya no queda ni
el recuerdo. Ahora lo que tenemos es que el conflicto bilateral ha ganado
terreno y se ha militarizado progresivamente una relación que era en lo
fundamental civil y democrática. Esto es natural dentro de una dictadura
disimulada, ya casi nada, de democracia como lo es el régimen venezolano.
Frente a ello Colombia ha tenido que responder con guante de seda a los
dislates del madurismo, tragándose todos los sapos posibles, para así evitar,
entre otras cosas, que al gobierno venezolano, en su calidad de acompañante del
proceso de paz, se le ocurra sabotear esas negociaciones.
Colombia
está a todas estas atada de manos frente a los desmanes del gobierno venezolano
que la chantajea. Santos, al igual que frente a los desmanes de la guerrilla,
ante el gobierno venezolano calla, otorga, deja hacer, pasar, torea tanta
afrenta, esquiva reclamar tanta deuda sin pagar o mal pagada, baja el tono
frente a deportaciones de connacionales, a afirmaciones destempladas, a
insultos, a culpabilizaciones, a supuestos magnicidios urdidos desde allá o en
combinación con terceros, el eje Miami-Madrid-Bogotá. Y aún así y con todo el
tema del golfo estaba quieto ahí, en remojo, en el cofre de los maniquíes
dormidos.
Hoy el
telón se abre y empieza la comedia. A meses de celebrarse unas elecciones
parlamentarias que pintan más bien de plebiscito frente a la gestión de Maduro,
de manera sorpresiva y unilateral, se crean y activan unas Zonas Operativas de
Defensa Integral Marítima e Insular (Zodimain) con las que se alborota un
avispero en Guyana, en Colombia, aquí adentro y más allá, sacando a la luz
nuevamente por ejemplo el viejo fantasma patriotero, militar, electoral,
conflictivo y guerrerista de la delimitación pendiente con Colombia. Tal
controversia existe y suponíamos que el tema se estaba manejado por aquellos a
quienes institucionalmente les corresponde, que son las Comisiones
Presidenciales de Negociación creadas y vigentes desde 1990. Que no se puede,
en todo caso, a la torera y unilateralmente fijar límites sobre áreas en
litigio sin el consentimiento del vecino, que para eso están los mecanismos
diplomáticos establecidos por el Derecho internacional.
Se han
encendido otra vez las alarmas en la relación colombo-venezolana. Se redactan
notas de protesta, se bautiza el nuevo ministro de Defensa colombiano con una
visita a la Guajira, los opinadores cargamos nuestras plumas, se desempolva el
viejo diccionario de los insultos, frases y coletillas que creíamos ya
olvidadas o superadas tras más de medio siglo conversando sobre lo mismo, que
sin llegar a conclusiones definitivas nos ha evitado el llegadero de una
guerra. ¿Y les parece poco?
¿Qué será
lo que está en juego hoy? ¿La militarización de las relaciones
colombo-venezolanas, la aparición de una nueva agenda, ya no global, sino punto
por punto, golfizada, crispada, peligrosa y sin la intervención posible de
terceros, bomba de tiempo? ¿O será tan solo un trapo rojo con fines de
auxilio electoral frente al descalabro del sistema chavista y que se
desvanecerá una vez realizadas las elecciones de diciembre?
Lo cierto
es que el golfo de Venezuela ha servido de mercancía geopolítica para
demasiadas aventuras. La de Chávez lo fue. En el caso de Maduro, no sé.
Vía
El Nacional
Que pasa Margarita
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