RICARDO GIL OTAIZA | EL UNIVERSAL
jueves 4 de agosto de 2011 03:30 PM
Suele suceder que la realidad se amalgama con la ficción para hacerse una sola entidad, en la que los límites se tornan borrosos, se disuelven mediante la estratagema de la palabra. Cuando esto acontece estamos en presencia de lo literario, que a decir de algunos autores (Piglia y Villoro, entre otros) permite darle sentido a la existencia. Si lo esbozado es llevado a la vida de una sociedad (de un país), en la que el elemento político se erige entonces en la estratagema -al igual que la palabra en el espacio literario-, estamos en presencia de una farsa mostrada como verdad. Esto está sucediendo en la Venezuela de hoy e implica -ni más ni menos- una monstruosidad disfrazada de ideología populista, para hacernos creer en algo que no existe; salvo en las cabezas calenturientas de sus proponentes.
Desde hace más de una década se nos habla de una revolución bolivariana, que sólo ha servido para que un pequeño grupo de "privilegiados" (la llamada -con gran acierto- "boliburguesía") se llene los bolsillos desde las prebendas, desde las dádivas de un Estado que se erige en la "parte" y en el "todo" de la nación. Ese mismo Estado se nos muestra día a día un ente todopoderoso, que decide cómo se hacen las cosas, qué debemos pensar, cuál debe ser nuestro derrotero como ciudadano, qué debemos comer, cómo debemos vivir, qué debemos estudiar y hasta en qué debemos creer. De manera paulatina este gobierno conculca nuestros espacios personales y nos hace dependientes de una voluntad "supra" (ergo, el Presidente), que a todas luces ha sido el señalado por Dios (por la Divina Providencia) para que rija nuestros destinos. Chávez es entonces el Ser, el predestinado, el elegido par acometer la tarea inconclusa de Bolívar, a quien le fue arrebata su misión por la vía del asesinato.
Chávez es, ni más ni menos, la reencarnación, el héroe redivivo, el que ha recibido de lo "alto" las directrices para cerrar con broche de oro la liberación de las cadenas y del oprobio. Esta segunda fase "libertaria", ya no contra el imperio español, sino contra el imperio mismo (entiéndase: el yanqui), implica ciertas torceduras, ciertos dislates, que por un lado hacen ver que imponemos nuestra voluntad de no seguir atados a los dictámenes del Norte y, por la otra, en cierta forma nos ponemos de rodillas -en pos de la gloria supranacional- ante otros países (sus gobiernos) a las que les financiamos todo: desde obras de infraestructura hasta sus más exquisitos caprichos tecnológicos (cable submarino, Internet, y paremos de contar), mientras que en Venezuela sufrimos carestía y el estado calamitoso de los servicios públicos y de la vida en general.
En esta nueva "epopeya" libertadora no importan mucho los detalles: el cambio permanente de señas, los dimes y diretes palaciegos, las pifias hilarantes, el denigrar de buenas a primeras de los que visten de rojo de la cabeza a los pies, la reformulación permanente de las consignas, el invocar a la vida en lugar de la tan -hace poco- anhelada muerte, el aprobar y el negar, el reír y al mismo tiempo el llorar, el insulto y la parodiada cortesía, el decir y el desdecirse, el negar con la cara lavada el haber afirmado algo así hayan quedado registros en los medios, el tirar la piedra y el esconder la mano, el agredir y el luego afirmar ser los agredidos, el destruir a la nación para después decir que esto es heredado (cuando han pasado más de doce años de gobierno), el institucionalizar el reacomodo y el odio, el violar permanentemente la Carta Magna, y el saltarse la talanquera de los procesos institucionales.
"Esto" (no cabe otro calificativo y no me quebraré la cabeza para definirlo) que hoy vivimos es el embuste más grande que nos han metido desde el comienzo de la era republicana (y es bastante decir con los gobiernos del siglo XIX y algunos de los del XX), es el mayor descaro, la mayor farsa e impostura vistas en mucho tiempo. "Esto" es sencillamente una tragicomedia de baja monta, que nos deja mal parados como pueblo. Si como lo dice el viejo y manido adagio: "no hay peor ciego que el que no quiere ver", vamos entonces como los patéticos personajes de Saramago en su Ensayo sobre la ceguera: todos de la mano y derechito al despeñadero.
Desde hace más de una década se nos habla de una revolución bolivariana, que sólo ha servido para que un pequeño grupo de "privilegiados" (la llamada -con gran acierto- "boliburguesía") se llene los bolsillos desde las prebendas, desde las dádivas de un Estado que se erige en la "parte" y en el "todo" de la nación. Ese mismo Estado se nos muestra día a día un ente todopoderoso, que decide cómo se hacen las cosas, qué debemos pensar, cuál debe ser nuestro derrotero como ciudadano, qué debemos comer, cómo debemos vivir, qué debemos estudiar y hasta en qué debemos creer. De manera paulatina este gobierno conculca nuestros espacios personales y nos hace dependientes de una voluntad "supra" (ergo, el Presidente), que a todas luces ha sido el señalado por Dios (por la Divina Providencia) para que rija nuestros destinos. Chávez es entonces el Ser, el predestinado, el elegido par acometer la tarea inconclusa de Bolívar, a quien le fue arrebata su misión por la vía del asesinato.
Chávez es, ni más ni menos, la reencarnación, el héroe redivivo, el que ha recibido de lo "alto" las directrices para cerrar con broche de oro la liberación de las cadenas y del oprobio. Esta segunda fase "libertaria", ya no contra el imperio español, sino contra el imperio mismo (entiéndase: el yanqui), implica ciertas torceduras, ciertos dislates, que por un lado hacen ver que imponemos nuestra voluntad de no seguir atados a los dictámenes del Norte y, por la otra, en cierta forma nos ponemos de rodillas -en pos de la gloria supranacional- ante otros países (sus gobiernos) a las que les financiamos todo: desde obras de infraestructura hasta sus más exquisitos caprichos tecnológicos (cable submarino, Internet, y paremos de contar), mientras que en Venezuela sufrimos carestía y el estado calamitoso de los servicios públicos y de la vida en general.
En esta nueva "epopeya" libertadora no importan mucho los detalles: el cambio permanente de señas, los dimes y diretes palaciegos, las pifias hilarantes, el denigrar de buenas a primeras de los que visten de rojo de la cabeza a los pies, la reformulación permanente de las consignas, el invocar a la vida en lugar de la tan -hace poco- anhelada muerte, el aprobar y el negar, el reír y al mismo tiempo el llorar, el insulto y la parodiada cortesía, el decir y el desdecirse, el negar con la cara lavada el haber afirmado algo así hayan quedado registros en los medios, el tirar la piedra y el esconder la mano, el agredir y el luego afirmar ser los agredidos, el destruir a la nación para después decir que esto es heredado (cuando han pasado más de doce años de gobierno), el institucionalizar el reacomodo y el odio, el violar permanentemente la Carta Magna, y el saltarse la talanquera de los procesos institucionales.
"Esto" (no cabe otro calificativo y no me quebraré la cabeza para definirlo) que hoy vivimos es el embuste más grande que nos han metido desde el comienzo de la era republicana (y es bastante decir con los gobiernos del siglo XIX y algunos de los del XX), es el mayor descaro, la mayor farsa e impostura vistas en mucho tiempo. "Esto" es sencillamente una tragicomedia de baja monta, que nos deja mal parados como pueblo. Si como lo dice el viejo y manido adagio: "no hay peor ciego que el que no quiere ver", vamos entonces como los patéticos personajes de Saramago en su Ensayo sobre la ceguera: todos de la mano y derechito al despeñadero.
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