MARÍA AMPARO GRAU
20 DE JULIO 2016 - 12:01 AM
Las declaraciones del ministro para la Industria y el Comercio al afirmar que el “Caso Kimberly Clark no debe generar desconfianza en inversionistas”, merecen un análisis sobre el concepto de la confianza como elemento del buen gestor de la cosa pública. Puede haber confianza por el sólo requerimiento ministerial? Puede hacerse esta exigencia con base a un precedente que lo que produce es, precisamente, todo lo contrario?
El artículo 2 de la Constitución dispone que “Venezuela se constituye en un Estado democrático y social de Derecho y de Justicia, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico y de su actuación, la vida, la libertad, la justicia, la igualdad, la solidaridad, la democracia, la responsabilidad social y en general, la preeminencia de los derechos humanos, la ética y el pluralismo político.”
Estos principios vectores dan lugar a los principios generales que en el derecho administrativo se manifiestan, entre otros, en la buena fe, la racionalidad, la actuación objetiva y buena administración, el principio de sometimiento de la administración a la ley y el principio de confianza legítima.
Es el cumplimiento de estos principios los que generan que el ciudadano pueda tener confianza, es decir, la expectativa de que la actuación administrativa va a seguir los “cánones de la continuidad de las políticas públicas” que se supone ha venido realizando en base al derecho y “a la objetividad, imparcialidad y congruencia propia de quien está al servicio del interés general.” (Jaime Rodríguez Arana, en: “El principio general de la confianza legítima”).
El asunto atañe entonces a la manifestación constante de la ética en la actuación y no a la exigencia que se haga en contraste a conductas contrarias a la misma. Los cometidos de honestidad, participación, celeridad, eficacia, eficiencia, y transparencia de la gestión de la administración pública (artículo 141 de la Constitución) están en efecto estrechamente vinculados a la ética de la gestión. Todos estos valores dan lugar a la necesaria calidad y confianza que se construye desde la legitimación del ejercicio democrático y acorde a derecho de las facultades administrativas, que es por demás, la única forma en que ésta contribuye efectivamente al progreso social.
No es congruente entonces la solicitud de confianza que realiza el mencionado ministro sobre la base de todo lo contrario, es decir, de una acción administrativa totalmente arbitraria, contraria a las fuentes de su legitimación, sujeción a derecho, y ajena a los cometidos constitucionales expresados en la norma citada. La ocupación y apropiación por parte del Estado de una empresa de inversión extranjera, que se entiende como la ejecución de las órdenes presidenciales, mediante la cual el Estado se abroga la acción violenta que supone desapropiar sin procedimiento, sin juicio y sin indemnización alguna la propiedad privada de inversionistas extranjeros, no puede sino generar desconfianza en la inversión extranjera.
La confianza no se produce por la exigencia que de ella se haga, ella sólo puede producirse en base al desempeño democrático, indubitable, constante, generalizado, en condiciones de respeto al ordenamiento, cuestión que crea la idea de seguridad jurídica para los ciudadanos.
La confiscación de bienes de propiedad privada sin respeto a los límites constitucionales y legales no puede generar confianza alguna en la inversión privada, ni en la extranjera ni en la nacional, sobre todo cuando no se trata de hechos aislados o casuales, sino que por el contrario forman parte de una política general, constante y determinante del desconocimiento y disminución de todos los derechos consagrados por la muy malograda Constitución.
El problema fundamental de la catástrofe económica que afecta a Venezuela se explica precisamente en la política oficial de implementar un modelo económico distinto al que consagra el texto constitucional. Un modelo en el que lo económico se considera como elemento de agresión y no de construcción del bienestar.
Pero se desconoce la Constitución económica no sólo en cuanto al modelo político escogido sino también en lo que se refiere a la consagración de los derechos económicos individuales. Hay en efecto en la Constitución de la República un capítulo (VII, del título II sobre los derechos humanos y garantías constitucionales) que contempla los derechos económicos, es decir, que están dentro del ámbito jurídico subjetivo de los ciudadanos, estos son, la propiedad privada, la libertad de empresa e iniciativa privada, la libre competencia, el derecho al trabajo, el derecho a disponer de bienes y servicios de calidad y el derecho a que no se decreten ni ejecuten confiscaciones de bienes sino en los casos permitidos por la Constitución y nunca sin que exista sentencia firme.
El desprestigio y la desconfianza se produce con la gestión errática de una administración que de forma antiética violenta la norma fundamental del pacto social y se convierte en enemiga de los agentes económicos del sector privado, en lugar de brindarle un marco jurídico administrativo de seguridad y estabilidad, para que en ese ambiente se produzcan sí los bienes y servicios en la cantidad y calidad exigida para el bienestar colectivo.
La orden de un ministro, ni que ésta tenga carácter militar, puede imponer un sentimiento que depende de la valoración íntima individual de cada persona y que adquiere carácter general cuando ella se extiende a un grupo significativo de sujetos. La confianza se construye con las acciones que demuestran la existencia de un estado de respeto a los derechos de los individuos, no con meras palabras que se contraponen a la realidad fáctica que enseña la arbitrariedad de un poder que no se limita por la norma ni por la ética en sus ejecutorias.
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