Muhamed Lahouaiej Bouhlel, el tunecino residente en Francia que atropelló y mató a 84 personas en Niza, era un delincuente menor conocido por la policía. Eligió el 14 de julio para perpetrar la masacre. Esa fecha marca el inicio oficial de la Revolución Francesa. ¿Escogió el día para subrayar su odio a la República y su desprecio al relato de la gesta revolucionaria, porque había muchas personas en las calles, o acaso por una combinación de ambos factores, a lo que añadía su melancólica soledad tras el fracaso familiar y su deseo de ganarse el cielo coránico por asalto?
Las razones de los suicidas son siempre misteriosas. Lo precario del crimen (un camión alquilado, armas y explosivos simulados) apunta a un “lobo solitario” o, a lo sumo, a un pequeño grupo sin grandes relaciones. Antes de morir gritó en árabe, dicen, “Alá es grande”. Ese tipo de matanzas ha sido cruelmente ensayado en Israel, hasta ahora por medio de automóviles. Es probable que el ejemplo se propague. Sucedió con los asesinatos en las escuelas en Estados Unidos. Los fanáticos del Califato Islámico lo recomiendan ardientemente. “Maten como puedan, con cualquier cosa que tengan a su alcance, pero maten y griten Allahu Akbar antes de morir”.
Objetivamente, la masacre terrorista hace más daño psicológico que físico. El asesino mató 84 personas. Copiosa cosecha de dolor y sangre, sólo que el promedio diario de muertes en Francia es de 1627. Todos los años desaparecen del censo más o menos 594,000 personas, pero se agregan algunas más con los predecibles nacimientos. Incluso, el saldo migratorio –los que llegan menos los que se van—es positivo. En el 2015 se quedaron 71,940 nuevos residentes. Francia es uno de los mejores vivideros del planeta.
No obstante, estos horrendos crímenes conllevan un enorme peso subjetivo. Al margen del inmenso dolor de las víctimas, por unos días caen las Bolsas, se retraen las inversiones y mucha gente tiene miedo. El miedo es un pésimo consejero político. Les hace pensar a numerosos electores que el país requiere una mano fuerte que los proteja y combata a los malvados. Ese es el origen de algunos fascismos. En Francia el hombre se llama Le Pen (o su hija, que heredó el caudillaje). En Estados Unidos piensan en Trump, que promete erradicar a los malos a sangre y fuego.
Según sus vecinos, el asesino de Niza no era un tipo especialmente piadoso, así que, probablemente, trató de darle alguna significación a su vidita miserable y espesa cambiándola por la gloria eterna del paraíso islámico, rodeado de vírgenes complacientes y de los abundantes placeres que les esperan a los mártires de acuerdo con esa epicúrea visión celestial.
Son muchas las personas que no practican ninguna religión, pero creen en un “más allá” donde hay un dios que premia o castiga. Entre los musulmanes prevalece la ilusión de que existe un paraíso lleno de sensualidad al que pueden acceder rápidamente matando infieles e inmolándose durante la comisión del crimen, sin que se tenga en cuenta una vida previa llena de sombras y mezquindades. El martirio es un Jordán en el que se lavan todos los pecados.
Es una forma bastante frecuente de suicidarse. Esos tipos desesperados por un divorcio doloroso o porque el jefe lo había echado del trabajo, se vengan llevándose por delante a unas cuantas víctimas inocentes mientras realizan la gran “hazaña” de su existencia. Cuando se trata, además, de musulmanes, el estímulo es doble. Le ponen punto final a sus vidas, anotan el crimen en la causa religiosa … y a disfrutar eternamente con las huríes, como les corresponde a los bienaventurados.
Este sujeto había nacido en Túnez, pero algunos de los otros terroristas lo hicieron en Francia. El dato es importante. Casi todos los asesinos de las anteriores masacres francesas –ésta es la tercera en 18 meses—eran franceses cuyos padres inmigraron a París o a Marsella procedentes de naciones islámicas. El 72% de los musulmanes nacieron en Francia y a estas alturas deberían haberse asimilado, pero en muchos casos eso no ha sucedido.
¿Por qué? Francia es el país del occidente europeo con mayor número de musulmanes. Tal vez el 9% de su población profesa esa religión. ¿Son demasiados para asimilarse? De 66 millones de habitantes, unos 5 son mahometanos. En algunas ciudades constituyen guetos. En Estados Unidos, en cambio, es sólo el 1%. Apenas 3.3 en medio de 323 millones, y de ellos unos 825,000 son norteamericanos convertidos al Islam, casi todos de remoto origen africano.
Pero la gran diferencia tal vez radique en la intensidad de la integración. Los estadounidenses que profesan la religión islámica, árabes y no árabes, en su mayoría forman parte del melting-pot. Viven en los mismos barrios, van a las mismas escuelas y tienen un desempeño económico y académico mejor que la media norteamericana, mientras encuentran en esta peculiar sociedad la posibilidad de mejorar paulatinamente mediante el estudio, el trabajo y el ahorro. Para ellos Estados Unidos sigue siendo, realmente, una sociedad de oportunidades.
Es verdad que en ese país, como en todas partes, hay violencia racial, pero como demuestra la elección y reelección de Barack Hussein Obama, la tendencia de la nación es a la reducción de este flagelo y a la disminución progresiva del racismo. Contrario a la percepción popular, entre 1981 y 2014 las muertes de afroamericanos a manos de la policía ha disminuido a la mitad: de 0,41 por cien mil habitantes a 0,24. (La de los blancos, en cambio, aunque menor en número, se ha duplicado: de 0,08 a 0,14).
El episodio de Niza provoca, claro, furia, pero esa emoción es pésima para tomar decisiones. Es la hora de ver la situación con frialdad y poner los números sobre la mesa. La justicia es un plato que también, como la venganza, se toma frío y con la ley en la mano.
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