Alberto Arteaga Sánchez
En un país de franco desconocimiento a la legalidad y a sus mandatos, en el cual se impone como propuesta de consenso sentar las bases del respeto a la ley, a la igualdad de todos ante esta, así como la proscripción de la arbitrariedad y el abuso de funciones, se ha sacralizado la expresión del “desacato” como máxima trasgresión que materializa la desobediencia a la autoridad legítima, constituida en beneficio de todos. Insisto, por ello, en el tema.
Por lo demás, la gravedad de la conducta que encierra el desacato sería de tal importancia y trascendencia que no se repara simplemente corrigiendo el hecho que lo originó, sino que, al parecer, exige que se deje constancia por escrito de un “acuerdo de acatamiento al TSJ”, especie de juramento de obediencia, declaración de fidelidad o compromiso de absoluto sometimiento y respeto a cualquier decisión que dicte el máximo tribunal.
Se trataría, en otras palabras, de hacer efectivo un acto de fe en la palabra del árbitro, que no puede ser exigible en un Estado de Derecho, en el cual los jueces deben ajustar su conducta a la ley y tienen también responsabilidad por sus decisiones, pudiendo ser calificados de nulas o ineficaces, si hay usurpación de funciones o son susceptibles de ser objeto de sanciones disciplinarias y penales, de acuerdo a lo previsto en el texto de nuestras normas.
Pero, cabe además señalar que, como lo sostiene Ferrajoli, más allá de las formas de responsabilidad jurídica, la principal garantía de control sobre el funcionamiento de la justicia es la responsabilidad social que se expresa en la más amplía sujeción de las decisiones judiciales a la crítica de la opinión pública, por supuesto debidamente motivada y la exposición imprescindible del juez a esa crítica pública, fundamento de su legitimidad.
Contra esta concepción del control, vigilancia y crítica de las sentencias, se alza el mito del desacato, esgrimido ahora, sin discreción ni miramientos, para descalificar cualquier censura o rechazo a decisiones del máximo tribunal o de tribunales de instancia.
Resulta inaceptable una decisión de un juez penal ordinario que desconozca, por una medida cautelar, un derecho ciudadano, sin relación alguna con el proceso que conoce y la sujeción a este; resulta inaceptable que la propia Sala Constitucional se erija en tribunal penal para juzgar por un “delito” que asume que no es tal, ignorando la voluntad del pueblo; resulta inaceptable que se desconozcan las atribuciones de otro poder y se consideren nulos sus actos; y es inadmisible que se pretendan marginar prerrogativas constitucionales otorgadas a los diputados para garantizar la representación popular.
Una vez más, por otra parte, se impone desmontar el mito del “desacato” prácticamente erigido en crimen de lesa majestad.
Los desacatos sancionables no son desobediencias genéricas ni mucho menos figuras delictivas que, cual cajón de sastre, puedan contener las más diversas muestras y recortes.
En el ámbito sancionatorio penal –es necesario recordarlo de nuevo– existe el desacato a un mandamiento de amparo (Art. 31 de la Ley de Amparo); el desacato a la autoridad de la LOPNA (Art. 270); la desobediencia a la autoridad como falta (Art. 483 del Código Penal), solo aplicable a incumplimiento de medidas de carácter general; y solo se sanciona como ilícito administrativo, con una multa, el desacato a órdenes o decisiones de las Salas del Tribunal Supremo de Justicia (Art. 122 de la Ley del TSJ); hechos todos -con respecto a los diputados- que solo pueden ser enjuiciados una vez allanada la inmunidad parlamentaria por la Asamblea y previo el antejuicio de mérito.
aas@arteagasanchez.com
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