Editorial El Nacional
Cuando los teléfonos repican con insistencia en horas de la madrugada en el hogar de un periodista no es para alarmarse, pero sí es una señal clara de que ese día empieza mal, que el sueño será corto y la jornada interminable. Como si no hubiera llenado de sobresaltos nuestras vidas, a Fidel Castro se le ocurrió morir en horas de la noche y el sábado se convirtió en una pesadilla.
Que haya muerto en su cama no fue una sorpresa porque desde hace años se notaba que su salud se deterioraba, y que pese a los sofisticados tratamientos que se le aplicaban no volvería a ser el Fidel que lo abarcaba y determinaba todo. Empezó a dar pena en la misma medida en que sus gestos, sus palabras y sus tropiezos al caminar denunciaban su deterioro físico y mental. Aún así se negaba a entregarse sin dar sus pequeñas últimas batallas.
En Cuba, a temprana hora de su vida, tuvo su público estudiantil que aplaudía su arrojo, su audacia y sus infinitas e inocultables ansias de sobresalir, incluso a costa de traicionar a sus amigos más leales. De allí su rosario de enfrentamientos, victorias y derrotas que no hacían presentir el destino que luego le tocó en la historia de América Latina.
Estas violentas acciones nacidas al calor de la política universitaria no lo llevaron a formarse ideológica y orgánicamente como un jefe político. Al contrario, lo llevaron al oficio de pistolero que mostraba sus ideas por el cañón de su arma. Hoy no queda duda que cuando años después intenta el asalto al cuartel Moncada privaba en él ese espíritu de resolver sus dilemas políticos mediante la fuerza, la violencia y las armas.
El asalto al Moncada fue un acto disparatado, escasamente planeado y sin un trabajo de inteligencia sólido que permitiera desplegar las fuerzas para el ataque por los flancos más débiles del enemigo. Funcionó más como una operación de propaganda que como un ataque militar con posibilidades reales de éxito.
La experiencia no le privó de cometer el mismo error aventurero al desembarcar en el oriente de Cuba, pero esta vez la suerte le sonrió. La guerra en las montañas fue de un pragmatismo puro, con algunos aportes de otros jefes mejor entrenados para la guerra. Su programa político, además de querer derrocar al gobierno de Batista, apenas rozaba el problema de la tierra en Cuba y anunciaba una reforma agraria llena de buenas intenciones y de muchas lagunas en cuanto a la implementación de ese deseo. Luego de tomar el poder el sueño campesino se convirtió en pesadilla: Cuba comenzó a padecer hambre y ruina en el campo.
El hombre que iba a liberar a Cuba del imperialismo comenzó por imponer la obediencia de su pueblo a otros imperios como la Unión Soviética, siendo el único mandatario cubano que aceptó dos bases extranjeras en Cuba: Guantánamo y la base de cohetes rusos que instaló Nikita Kruschev.
Su influencia en el mundo tuvo un momento rotundo con el nacimiento de los movimientos guerrilleros que surgieron en varios países, todos derrotados y rendidos al capitalismo. Con la muerte del Che Guevara y el golpe militar en Chile, a Fidel no le quedó otro recurso que su imparable verbo, que siempre anidó entre nosotros por desgracia, y en otros líderes ingenuos. Adiós y no vuelvas.
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