Fernando Mires
El dilema de Aristóteles continúa vigente. ¿Cómo mantener una democracia si esta es la voz de las mayorías y las mayorías al tener muchos intereses e ideales contrapuestos nunca se van a poner de acuerdo entre sí? ¿No está cada democracia destinada a fracasar, a producir demagogos que prometen el oro y el moro para luego convertirse en autócratas o dictadores?
Si revisamos el mapamundi podríamos concordar con Aristóteles. No vamos a hablar de África ni de Asia. Ni siquiera de América Latina. Europa Occidental, hasta hace poco baluarte de la democracia liberal, está viendo nacer dentro de sí a autocracias plebiscitarias apoyadas en movimientos xenófobos. Incluso en los EE.UU. asoma el peligro del discurso de Trump, abiertamente misógino y xenófobo. La democracia universal parece estar efectivamente en peligro.
Pero, ¿no es ese vivir en peligro la condición natural de la democracia, “la peor forma de gobierno con excepción de todas las demás”, dicho con la muy conocida frase de Churchill?
No por conocida menos aguda, la frase de Churchill es la respuesta más adecuada a Aristóteles. Pues esa frase encierra, entre líneas, dos verdades. Primero: dice que todas las otras formas de gobierno, al prescindir de la participación popular, no son representativas. Segundo: Churchill no dijo “la mejor” sino “la menos peor”.
“La menos peor” quiere decir la menos peor realizada por seres humanos que al ser humanos son inciertos, falibles y erráticos. Nada creado por los humanos, menos en la política, puede alcanzar el ideal de la perfección absoluta. Frente a ese ideal todos nuestros ideales son sub ideales.
Desde la caverna donde habitamos podemos ver rayos luminosos. Pero a la luz plena no accederemos nunca, a menos que seamos dioses. Esa habría sido la respuesta de Platón a Aristóteles. Y parece que en ese punto Platón (y Churchill) tenía razón. La democracia es la peor de las formas de gobierno hasta ahora conocidas con excepción de todas las demás. No tenemos otra mejor.
Y bien, esas imperfectas democracias de nuestro tiempo se encuentran amenazadas, particularmente en la periferia europea (Rusia y Turquía) en el Este de Europa (Polonia y Hungría), en el Reino Unido del Brexit, probablemente en la Francia de la Le Pen y en la Alemania de la AfD hasta llegar a los EE.UU. de Donald Trump.
La mayoría de quienes se refieren a esos peligros nos hablan en distintos tonos de la amenaza populista.
Populismo se ha convertido en un “concepto regulativo” (Kant) destinado a designar a procesos, movimientos y partidos que tienen características similares: a saber, el extremo nacionalismo, la xenofobia, la homofobia, y muchas otras. Se trata de nuevos actores políticos que interpelan a sectores sociales atemorizados frente a la ola migratoria proveniente del Oriente Medio como consecuencia de las guerras desatadas por el ISIS y los bombardeos realizados por el eje Siria-Rusia.
Sin embargo, no son pocos los que también hacen extensivo el calificativo de populista a movimientos y partidos que avanzan desde la izquierda no tradicional como son Podemos en España y Siriza en Grecia. Por lo mismo, determinados autores nos hablan de populismos de izquierda y populismos de derecha. Otros podrán hablarnos, además, de populismos religiosos y de populismos laicos. Al llegar a estos puntos comienzan los grandes problemas.
El concepto populismo, al aludir a fenómenos tan diferentes, es decir, a todos los partidos, movimientos y líderes que de una u otra manera apelan al pueblo desde dicotomías no tradicionales (izquierda/ derecha, conservadores/ liberales, demócratas/ republicanos) hacen imposible que dicho concepto cumpla una mínima función regulativa.
Hoy, todo lo que no se ajuste al ideal de la sociedad perfecta (Aristóteles) o al de la sociedad abierta (Popper) o al de la sociedad intercomunicativa (Habermas) se convierte, casi por arte de magia, en populismo. A fin de cuentas la palabra populismo puede ser usada para designar lo que cada autor considere conveniente desde el punto de vista de su ideología o desde su ideal social. El populismo, podría decirse, ha llegado a ser todo lo que no nos gusta en la política. Hay en efecto tantas definiciones de populismo como autores que han escrito sobre populismo. La palabra populismo ha llegado a ser una dama para todo servicio.
Para unos, populismo se define por la apelación al pueblo. Pero, ¿puede concebirse la política sin apelar al pueblo? Para otros, por la relación masa-líder carismático. Pero, ¿puede haber un movimiento sin líder y sin carisma? Si así fuera, Hitler y Mandela serían lo mismo, ambos eran líderes y poseían carisma. No faltan los que afirman que el populismo es un fenómeno surgido al margen y/o en contra de las instituciones tradicionales (Panizza). En ese caso Wałęsa sería populista porque Solidarność surgió al margen de la institucionalidad y Trump no sería populista porque su candidatura surgió desde el Partido Republicano, partido fundacional de la nación. Hay quienes han escrito que Trump es igual a Chávez, otros que es igual a Pablo Iglesias (al final Trump termina siendo igual a todo lo que nos disgusta).
Por supuesto, no han faltado quienes calificaron a Obama de populista, así como el Wall Street Journal calificó a Hilary de populista. Pero otros afirman que el populismo se define por su exceso de autoritarismo y bajo nivel de tolerancia. A partir de ese criterio, Kim Jing-Um, los Castro, Pinochet, y hasta Calígula serían populistas.
No faltan quienes ven en el populismo un levantamiento en contra de la democracia. Si es así, el populismo de los populismos, el de Perón, no sería populista pues se levantó contra cualquiera cosa menos en contra de una democracia. Esa fue la razón por la cual Ernesto Laclau vio en el peronismo ciertas posibilidades democráticas las que después, de rebote, hizo extensivas al kirchnerismo e incluso al chavismo. Posteriormente concibió al populismo solo como una lógica de la acción política. Una lógica que no se define por sí misma sino por un adjetivo (así, habría populismos fascistas, populismos religiosos, populismos nacionalistas, todo lo que usted quiera). Al populismo antidemocrático hay que oponer entonces un populismo democrático afirmó en consonancia con Laclau, Chantal Mouffe, en un artículo muy reciente aparecido en El País (El Momento Populista).
El problema es que al agregar a cada populismo un atributo o adjetivo, convertimos al populismo en un sustantivo, vale decir, en una sustancia, en una “cosa”. Efectivamente: leyendo a algunos autores de esa legión de analistas dedicados a analizar al fenómeno populista, se tiene la impresión de que el populismo no es un atributo sino una cosa en sí. Sin embargo, desde el punto de vista político la cosificación gramatical del populismo resulta una operación muy problemática.
Pongamos un ejemplo. Los movimientos antidemocráticos europeos tienen todos un punto en común: son racistas. Pero si convertimos al racismo en un mero atributo del populismo, lo principal se convierte en secundario y lo secundario en principal. El peligro principal que representa el renacimiento del racismo pasaría a convertirse en algo de menor importancia frente a la llegada del populismo. Y así desactivamos de paso la peligrosidad inminente del racismo.
Por si fuera poco, al subsumir realidades muy diferentes bajo un denominador común, dejamos de lado las particularidades específicas, es decir, precisamente a la historicidad de cada situación. Si por ejemplo Trump es populista y Pablo Iglesias es populista, deber haber una relación de identidad entre Trump e Iglesias. Por supuesto, la hay. Pero la hay como la hay entre una hormiga y un elefante: ambos tienen cabeza y ojos, ambos se mueven, ambos caminan en hileras y ambos mueren. Ergo: una hormiga es igual a un elefante.
Pero entre la hormiga Iglesias y el elefante Trump hay, convengamos, ciertas diferencias. El problema es que subsumidas bajo el concepto de populismo estas se vuelven irrelevantes. En la oscuridad de la noche populista todos los gatos son negros. Los elefantes y las hormigas también.
Sé que no va a ser tan fácil despedir al concepto de populismo de las escenas académicas y políticas. Hay académicos que han construido toda su carrera alrededor de ese concepto. Y en el espacio político siempre va a servir de comodín. En las futuras luchas electorales que se avecinan en Alemania, por ejemplo, las fuerzas democráticas alineadas en torno a Ángela Merkel, a fin de no caldear el ambiente, no se referirán a sus enemigos principales como lo que son: racistas. Resulta más fácil llamarlos populistas. La palabra, al fin, saca de apuros. Sirve para cualquier cosa.
Pero en el espacio del pensamiento, y en ese nos movemos muchos, no podemos permitir que un concepto que ha perdido su significación (si es que alguna vez la tuvo) siga ocupando el lugar central que hoy ocupa.
Como paradoja, o quizás debido a la fuerza del destino, la palabra populismo —para decirlo con los mismos términos de Ernesto Laclau— se ha convertido en un significante vacío, un significante que al aludir a tantas cosas diferentes, ha perdido su significación, su verosimilitud analítica y su fuerza teórica. Quizás no hay nada más populista que la palabra populista.
Al pan hay que llamarlo pan y al vino hay que llamarlo vino.
Por todas las razones mencionadas y por otras no mencionadas, solicito ante usted, su señoría, eliminar del vocabulario histórico, sociológico y politológico, la palabra populismo. Y ojalá para siempre. No sirve para nada.
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