Editorial El Nacional
Con una sentencia digna de aparecer en las páginas de la Historia universal de la infamia, el tribunal supremo de justicia (las minúsculas son a posta) tomó para sí el mazo del (des)cabello y asestó un mortífero garrotazo al Poder Legislativo.
El deplorable pronunciamiento de una corporación deslegitimada de origen y de ejercicio –porque la mayoría de sus integrantes no cumplen con los requisitos mínimos establecidos por la ley para fungir de jueces superiores, y porque de unos cuantos otros, incluyendo a quien la preside, se duda de su honorabilidad– es la gota que derramó el vaso de la insensatez y constituye, de hecho y no de derecho, un fujimorista golpe de Estado en frío para decirle definitivamente adiós al ordenamiento constitucional.
La aberrante actuación del supremo se produce cuando se discute en el seno de la Organización de Estados Americanos la posibilidad de analizar la situación del gobierno de Nicolás Maduro a la luz de las orientaciones previstas en la Carta Democrática Interamericana, firmada en su momento por nuestro país y que, por tanto, no puede ni debe ser repudiada como instrumento de injerencia externa en los asuntos domésticos.
En tal sentido, ha de tenerse por provocación urdida cínicamente por la bipolaridad que usurpa el espacio de los poderes públicos para el cuarteto Maduro, Padrino, Cabello y El Aissami, la asuma como demostración de fuerza, ¡así somos y aquí seguimos, guapos y apoyados!; es una cuenta más de la sarta que el ente judicial hilvana en su rosario de arbitrariedades.
Ya no es suficiente limitar la inmunidad parlamentaria con miras a coartar la libertad de movimientos y expresión de ideas de los diputados que representan a la mayoría de la nación. Tampoco ha escuchado el santo oficio inquisitorial la opinión de distinguidos representantes de academias y universidades respecto a sus decisiones, sino que ha convertido los libros de leyes en tratados de nigromancia y a la carta magna en su Necronomicón particular para hurgar en la arcana sabiduría de Abdul Alhazred, el “árabe loco”, en busca de conjuros y hechizos que mantengan a Maduro en su puesto per sæcula sæculorum.
Les importa un pito a los jurisconsultos del santo oficio rojo qué piensen los estudiosos, ni lo que en la historia se escriba acerca de su execrable servilismo. Tampoco les preocupa que la posteridad les pase factura por su peculiar y desvergonzado modo de interpretar la letra constitucional. Están más interesados en las recompensas por favores concedidos que les otorgue quien los encarga, recibe y, cuando es necesario, o sea casi siempre, los ordena.
Convertir la ciencias jurídicas en menester de brujería o en oscuro arte de magia negra ha sido, conjeturamos, el primer paso dado en el proceso de socialización bolivarista de la justicia o, simplemente, “conversión de la justicia burguesa” en “justicia revolucionaria”, actividad sumaria y revanchista, sinónimo de venganza, administrada a discreción del adalid de turno. Hacia eso apunta el régimen. Entonces podrá prescindir del “tsj” y quien tenga la sartén por el mango, hará lo que le plazca y oficiará de mago o de dios. Como Calígula. Como Idi Amin. Como Fidel.
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