Fernando Mires
El populismo no es una cosa en sí. El populismo es antes que nada una relación; o si se prefiere, una forma de articulación entre una determinada masa representada como pueblo y un determinado líder.
No hay populismo sin líder populista. El estudio del populismo supone el estudio de la relación masa-líder. En esa relación intervienen proyecciones que van más allá de los intereses de clases o grupos sociales, razón por la cual tanto la racionalidad marxista como la racionalidad económica liberal fracasan cada vez que intentan entender al populismo como expresión de intereses materiales.
La razón populista no obedece a las pautas kantianas de la razón pura. Por el contrario, es el producto de una razón extremadamente impura. Digo impura, porque en la relación masa-líder intervienen múltiples variantes; entre otras, las emocionales y, por supuesto, las libidinosas.
No hay populismo sin amor. Por esa misma razón no hay líder populista que no haya sido amado.
Todo populismo supone una relación de intenso amor entre dos sujetos: “la masa” que el líder convierte en pueblo y el líder que el pueblo convierte en símbolo del amor colectivo.
Si pensamos de acuerdo a los cánones de la lógica freudiana, el populismo implicaría un traslado de energías libidinosas hacia objetos sustitutivos del amor sexual. De acuerdo al primer Freud —algo puritano— el populismo sería entonces una perversión: amor depositado en objetos situados al margen de la relación genital, perversión comparada al amor necrológico o al amor fetichista.
De acuerdo a un Freud más maduro, en cambio, el amor del pueblo al líder sería más bien una expresión de la polimorfía sexual. Por supuesto, la polimorfía según Freud alude a diferentes objetos corporales extra-genitales en los cuales se invierte la energía libidinosa (boca, vista, oídos). En el caso del amor populista se trataría en cambio de una polimorfía no solo extra-genital sino, además, extra-corporal. En cierto modo el amor a un líder sería un sentimiento comparado con el amor a Dios. Dicho otra vez en el lenguaje del Freud joven: una sublimación.
Hay en ese sentido una polémica indirecta entre Freud, el teólogo Joseph Ratzinger (alias Benedicto XVl) y el post-freudiano Jacques Lacan. Mientras para el primero el origen de la líbido es sexual, y por lo mismo el amor no sexual es una desviación respecto al sexual, para Ratzinger, el amor originario es el amor a (y de) Dios y el amor a un ser humano un derivado del primero. En ese punto las opiniones de Lacan se encuentran —si borramos la palabra Dios— más cerca de Ratzinger que de Freud.
Si partimos de una clásica premisa lacaniana —“el deseo precede al objeto del deseo”— será posible deducir que el amor al líder populista surge como resultado de un deseo indeterminado, sin objeto, desarticulado. Y si llevamos la lógica lacaniana más allá de Lacan podríamos incluso deducir que el líder populista cumple la función articulativa del deseo colectivo. El líder, visto así, se nos ofrecería como eje articulador de ese deseo. O para decirlo de otro modo: el líder convierte al deseo colectivo en un pueblo, un pueblo que sólo puede representarse en el espejo del líder a la vez que el líder se contempla en el espejo del pueblo. El populismo, no necesitamos pruebas para demostrarlo, es un espejo de dos caras donde cada uno cree ver el rostro del otro contemplándose a sí mismo. El amor populista es, como todo amor, radicalmente narcisista.
En un punto sin embargo Freud, Ratzinger y Lacan están de acuerdo. En el amor interviene el deseo de la eternidad (o de no morir, es lo mismo). Nadie, efectivamente, cuando ama, decide amar por una semana o un par de años. El amor, lo testimonian boleros y poemas, es el deseo de “amar para siempre”. El problema es que ese “para siempre” no tiene nada que ver con nuestra condición humana, tan radicalmente mortal. Es por eso que el amor al líder populista —para retornar al tema inicial— está condenado al fracaso.
Justamente para evitar esa sensación de fracaso frente a la mortalidad, el líder debe hacer lo imposible para dar muestras de inmortalidad, o sea, debe mostrarnos que él está más cerca de Dios (o de la eternidad) que de los hombres. Eso explica por qué la mayoría de los líderes políticos son locos de remate. No ocurre lo mismo con los que no son políticos. Sócrates, un indiscutible líder espiritual, siendo acosado por el amor del general Alcibíades, lo rechazó diciéndole: “Lo que tu quieres de mí no te lo puedo dar porque yo no lo tengo”. Si un político populista dijera lo mismo a su pueblo dejaría de ser populista y con ello se convertiría en una persona normal.
Mientras más imposibles de cumplir son las promesas, mientras más alucinado es el lenguaje, mientras más apocalípticas son las visiones, más serán amados los líderes populistas. Hasta que llega el día en el cual el líder demuestra ser un mortal cualquiera. Puede ser una derrota militar o una derrota política. Ahí deja de ser un líder. Suele ocurrir lo mismo en las relaciones de amor interpersonales.
Nadie quiere amar a una persona cualquiera. Todos queremos que el objeto elegido por nuestro deseo sea un objeto extraordinario. El amor, por lo menos en las fases iniciales, es amor idealizado y, por lo mismo, romántico. Pues quiérase o no, la época del romanticismo todavía no ha terminado, ni siquiera para aquellos que buscan al amor de sus sueños en los catálogos de las revistas pornográficas. En el fondo del alma deseamos que nuestros objetos de amor sean perfectos, es decir, imposibles. Sin amores imposibles nunca habría habido romanticismo. Ni populismo.
Hay una relación todavía no explorada entre el amor populista y el amor romántico. Algo difícil de explicar pues el amor populista no está ausente de romántica. Se trata —eso es fácil constatar— de un amor extremadamente idealizado. O para hablar con los términos de Freud, es un amor que refleja al “ideal del yo” y al “yo ideal” al mismo tiempo. En ambos casos es el amor a “un falso yo”.
Lo mismo suele o ocurrir en el mundo de nuestras relaciones íntimas. De ahí que cuando llega el momento en el cual ha sido descorrido el velo de la idealidad y contemplamos el rostro del verdadero yo del otro, tenemos dos posibilidades. O rechazamos a ese ser y emprendemos el camino en busca de otra idealidad “superior”, o lo aceptamos tal cual es; en su humana imperfección. Si la última decisión ha sido tomada puede que ahí comience otro amor. El de dos seres que se unen para conjurar el miedo común a la muerte: un amor que se agota en lo posible sin pretender seguir más allá. Quizás ese es el verdadero amor. Pero no es romántico; que nadie se haga ilusiones.
El amor populista es como el amor romántico, imposible. Por eso lo aguarda siempre la hora de la desilusión. Ningún líder puede ser eterno. El amor populista es, por esa misma razón, inevitablemente trágico. Casi siempre termina o con la muerte real del objeto del amor (Eva, Chávez) o con el suicidio (Hitler) o con el asesinato (Mussolini, Gadafi) y, en los países más civilizados, con el divorcio político.
En eso pensaba el 21-F cuando Evo Morales perdió el amor del pueblo boliviano. Antes de él, el 22-N, los argentinos intentaron divorciarse del peronismo una vez más, a través de Macri. El 6-D los venezolanos no se divorciaron de Chávez pues nadie se divorcia de un cadáver. Tampoco de Maduro a quien nunca amaron. Pero una parte del chavismo viudo ha decidido, después del duelo, y pese a los agresivos acosos de Maduro, reiniciar una vida diferente.
Y después del amor populista ¿sobrevendrá un nuevo amor populista? Suele suceder. ¿O regresará el pueblo a su condición de masa pues solo podía ser pueblo contemplándose en el espejo del líder? También suele suceder.
Hay, sin embargo, otra posibilidad: la conversión de un pueblo en una ciudadanía, es decir, en un conjunto de seres que se ponen de acuerdo para actuar según el espíritu de las leyes eligiendo y des-eligiendo a sus representantes cada cierto tiempo. Pero de esa utopía todavía estamos un poco lejos. La humanidad, por lo menos la humanidad política, se niega a abandonar el periodo de su infancia.
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