Alonso Moleiro
Mientras la crisis venezolana se precipita peligrosamente, el alto mando chavista está ejecutando una especie de golpe en secuencia, en fragmentos y con una velocidad administrada, en contra de la Asamblea Nacional.
Se trata, a mi manera de ver, de una articulada conjura militante de carácter interinstitucional para atenuar los efectos y minimizar en todo lo posible el impacto de las decisiones legislativas. No hablo sólo de silenciar sus ecos en la política: pienso que el gobierno se propone conferirle un valor práctico nulo a las decisiones del Legislativo. Se trata de desobedecerla, no asistiendo a las interpelaciones, y, eventualmente, de conferirle un carácter decorativo de apariencia saludable, con ciertos escarceos, que vacunen al chavismo de un estado de alarma ante la comunidad internacional. No digo que es sea necesariamente lo que ocurra. Es algo por lo que el alto mando chavista trabaja. Aunque su posición actual es desesperada, son maniobras que habitualmente adelantan con eficacia.
Un golpe militar con tanques colocaría en Caracas a toda la política continental demandando soluciones a Maduro. Un dictador militar unipersonal y de facto no sería longevo en este momento ni en una nación como Haití. Cualquier ruptura expresa del hilo constitucional tendría que ser dirimida con una nueva consulta, tutelada por la comunidad internacional. En cambio, un golpe atomizado y en mosaico, disuelto entre el debate cotidiano, le permite al chavismo ganar tiempo, uno de los pocos bienes que le van quedando. Tiempo en el cual podría intentar cocinar a los diputados opositores dentro de una generalizada crisis de credibilidad.
La tesis de cohabitar con el chavismo; el interés manifiesto por producir algún tipo de acercamiento de criterios, que pudiera tener una expresión de estado, que permitiera la gobernabilidad, contó con una franja nada despreciable de simpatizantes dentro del debate interno de la MUD desde hace años. En ese entorno se han desplazado los simpatizantes de Henri Falcón; e incluso en algún momento, de Acción Democrática y Un Nuevo Tiempo.
El “cohabitacionismo”, ahora, en cambio, es una corriente completamente aislada en el debate de la Oposición. No se trata de una solución escogida: a todo el que lo quiera ver debe constarle que la actual dirigencia chavista no tiene el menor interés en cohabitar con nadie. Estamos debatiendo sobre una realidad inexistente.
La Asamblea Nacional está obligada a preservar su capital político y el valor específico del mandato que obtuvo. Si todo el entorno de los venezolanos se derrumba, y el gobierno chavista insiste en aplicarle a la ciudadanía la misma medicina que la tiene deshauciada, lo responsable es trazarse un plan político para escenificar una salida constitucional, de carácter consultivo, en torno a la pertinencia de Nicolás Maduro en el poder.
La dinámica que aquí apenas describimos de forma superficial lleva su propia velocidad. En ocasiones tendemos a pensar que podemos encasillar a los hechos en los cuadriculados reductos reflexivos del debate público. Otra vez, estamos frente a un cuerpo vivo: la crisis. El terrible malestar ciudadano, el fermento que algunos analistas sacan del retrato hablando sólo de estrategias. El gobierno chavista está tomando decisiones de una increíble peligrosidad a plena consciencia. Su conducta es completamente improvisada, y sus resoluciones, irresponsables y peregrinas. Todos los problemas, no sólo los económicos, concurren para producir una sensación general de colapso. Estamos ante la catástrofe social y económica más grave del país. Nadie, en las alturas del poder, quiere acusar recibo.
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