Rafael Rojas
La derrota de Evo Morales y el MAS boliviano en el pasado referéndum constitucional —convocado por ellos mismos, para asegurar la reelección casi indefinida del mandatario, al menos por un periodo de veinte años— es otra muestra de la capacidad de resistencia que, aun en democracias jóvenes como las nuestras, tiene el principio de la alternancia en el poder y del rechazo que provoca en las nuevas generaciones el reeleccionismo mágico bolivariano.
En conferencia de prensa al día siguiente de la jornada, en La Paz, el presidente Morales dijo que su gobierno había “derrotado el golpe de la derecha y el referéndum revocatorio”. Una vez más, el lenguaje traicionó al líder boliviano, quien presentó un referéndum constitucional, promovido por el propio gobierno, como un referéndum revocatorio demandado por la oposición. Si el resultado le hubiera sido favorable, seguramente Morales lo habría asumido como un plebiscito a su gestión.
¿Cuál es la fuente de ese reeleccionismo mágico, que choca constantemente con mayorías que prefieren la alternancia en el poder? Durante la primera mitad del siglo XX, la fuente fue, en gran medida, el prolongado gobierno de Porfirio Díaz en México, que llegó exhausto a 1910, a base de sucesivas reelecciones cada cuatro años y, al final, cada seis. Dictadores de las primeras décadas del siglo XX latinoamericano, como el venezolano Juan Vicente Gómez o el cubano Gerardo Machado, no ocultaron su admiración o su apego al ejemplo de Díaz.
El rechazo al reeleccionismo comenzó, en el siglo XX latinoamericano, con la Revolución Mexicana de 1910 y culminó con las transiciones democráticas de los años 80 y 90, que introdujeron en la mayoría de las constituciones el derecho a una reelección consecutiva y, en todo caso, a la reelección después de un mandato de alternancia. En contra de esa tradición y, de vuelta al autoritarismo liberal del XIX o al populista del siglo XX, el chavismo retomó la opción reeleccionista en 2007.
Pero la fuente de ese nuevo reeleccionismo no era, desde luego, el Porfiriato, el peronismo o el varguismo. La fuente era, directamente, el fidelismo cubano, un proyecto político en el que se fundió la institucionalidad comunista y el caudillismo populista. Como jefe de una Revolución que se eternizaba en el poder, Castro gobernó Cuba de manera consecutiva entre 1959 y 2006. Los primeros diecisiete años, sin elecciones, y a partir de 1976 y por las cuatro décadas siguientes a través de reelecciones sin otro candidato que no fuera él mismo.
Chávez tomó de Castro la idea de que si un presidente democráticamente electo se metamorfoseaba en líder de una Revolución podía perpetuarse en el poder, aunque tolerando una oposición controlada y algún que otro candidato independiente. La fórmula fracasó en Venezuela, y no únicamente por la muerte de Chávez. Y está fracasando, también, en Bolivia y en Ecuador. Una democracia es una democracia y para desentenderse de sus principios hay que introducir, plenamente, un sistema totalitario como el cubano.
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