Rafael Rojas
La normalización diplomática entre Estados Unidos y Cuba, que el gobierno cubano no cree concluida —en su último comunicado, en reacción al anuncio oficial del próximo viaje de Barack Obama, la cancillería de la isla sostuvo que para que “haya normalización” tiene que derogarse totalmente el embargo—, debería analizarse con criterios de larga duración, dado el origen de ese conflicto en la Guerra Fría y la complicada historia entre Washington y La Habana en casi sesenta años. Lamentablemente, buena parte del tratamiento del tema en la opinión pública de la isla, el exilio y la comunidad internacional, responde a intereses chatamente inmediatos, regidos por el aquí y el ahora de las agendas en pugna.
En Cuba, Barack Obama es extraordinariamente popular. Más popular que cualquier líder local y, probablemente, más que cualquier otro líder global, incluyendo al papa Francisco, que es bastante querido. Sin embargo, en una sociedad controlada por el Estado y con medios de comunicación subordinados a un partido único, los afectos civiles se manipulan con facilidad. En las próximas semanas, de aquí al 21 de marzo, cuando Obama llegue a La Habana, veremos cómo el régimen oculta o inclina esa popularidad a su favor, presentando la visita del presidente de Estados Unidos como un trofeo a Raúl Castro, que le da respiración artificial.
En la opinión pública exiliada leeremos algo similar, desde el ángulo contrario. Obama, según los líderes cubanos en el exterior, va a Cuba a apuntalar el castrismo, por lo que no hay que esperar nada de esa visita ni de la política hacia la isla que el presidente ha emprendido en los dos últimos años. Es cierto que Obama viaja sin que en Cuba exista democracia y con reformas económicas muy limitadas, pero es evidente que Washington ha apostado a una estrategia de largo plazo que parte de la premisa de que una mayor integración de la isla —no sólo del gobierno— a la comunidad internacional, propiciará la desinhibición de políticas aperturistas, desde arriba, y de la presión democrática, desde abajo.
La mayor dificultad del debate sobre el viaje de Obama a Cuba y, en general, sobre la política de la actual administración y el Partido Demócrata hacia la isla, entre quienes desean, de buena fe, la democracia en ese país del Caribe, es que obligatoriamente se plantea en términos hipotéticos. Lo que la Casa Blanca está haciendo es con el fin de lograr un resultado, no inmediato pero sí en un futuro próximo. Lo que muchos opositores, exiliados y políticos cubano-americanos desean es, por lo visto, el cambio ahora mismo, pero lo que proponen como instrumento —reforzar el embargo, aislar diplomáticamente a los Castro…— también es hipotético. Obama tiene razón en que el embargo no produjo, en medio siglo, lo que prometió y que su política sólo lleva un año de ejecución gubernamental.
Tal vez convenga a cubanos de un lado u otro pensar el conflicto de la isla en términos más globales. Si así se viera, podría apreciarse que el restablecimiento de relaciones entre Estados Unidos y Cuba comienza a reportar ventajas colaterales como la depresión del bloque de la izquierda más intransigente y autoritaria, en América Latina, personificada por Nicolás Maduro en Venezuela, o la más fluida comunicación entre líderes de la oposición, la sociedad civil de la isla y la comunidad internacional. Nunca antes hubo mejores condiciones internas y externas para avanzar hacia una transición democrática en Cuba. De los cubanos y de nadie más depende que eso suceda.
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