En un Estado de Derecho la importancia del respeto a la voluntad es esencial, especialmente cuando se trata situaciones jurídicas en las que se requiere del consentimiento. El consentimiento debe ser manifestado sin coacción, violencia ni engaño, caso en el cual se perfeccionará el acto que lo requiere.
Aquiescencia significa asentir, es decir, dar un consentimiento. De allí que un NO expreso, sin importar la forma en que se manifieste, jamás podría ser interpretado como “aquiescencia”, salvo en la arbitrariedad más absoluta, en aquella del ¡porque lo digo yo! Poco importa si ese NO se dijo con las formas exigidas, lo cierto es que un vicio formal no puede en la vida común y tampoco en derecho cambiar la sustancia del acto denegatorio.
Si la novia ante el juez dice NO, no es relevante que lo haga entre risas o llantos, la consecuencia nunca podrá ser que estas circunstancias accesorias hagan presumir el consentimiento o la aquiescencia a un matrimonio expresamente no querido. La consecuencia de ese NO, de la forma que sea que este haya sido expresado, es que nadie podrá de allí concluir en su aquiescencia o consentimiento. Es la lógica más básica.
Por ello esta tesis de la “aquiescencia” a la que hoy recurre la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia, por supuestos vicios formales en la negativa expresa, para pretender cambiar por una sentencia la voluntad del Parlamento de negar su aprobación al decreto de emergencia económica presidencial es totalmente contraria no solo a la lógica más elemental sino a un Estado en que el se respete el derecho, pues ante la ausencia explícita del consentimiento el juez pretende sustituirse en la voluntad expresada para producir los efectos no deseados por quien su aquiescencia ha negado.
Por cierto que ella, la mal usada “aquiescencia”, nos recuerda el término de la “reviviscencia de la ley”, que utilizó dicha Sala también para dejar por escrito en un fallo que la Ley del Tribunal Supremo que había sido derogada expresamente por otra de pésima calidad –hay que decirlo– habría revivido o resucitado porque a la Asamblea Nacional del momento se le pasó nada más y nada menos que contemplar en la nueva ley las normas que daban existencia jurídica a los tribunales de la jurisdicción contencioso administrativa y disponían sus competencias.
Ahora con la “aquiescencia”, ante el cambio político de las fuerzas parlamentarias, no se remienda el capote a la Asamblea, esta vez se pretende favorecer al gobierno, pues ante el legítimo ejercicio de las competencias constitucionales por parte del órgano parlamentario al denegar aprobación a la propuesta de emergencia económica”, la Sala Constitucional inventa la tesis de la “aquiescencia ante la negativa expresa para sostener lo insostenible, o sea que aunque la Asamblea dijo NO, puede deducirse un sí el hecho de que el Parlamento omitió indicar que no se pronunciaría en las primeras 48 horas como permite la ley, sino dentro de los 8 días que dispone la Constitución.
Si de “aquiescencia” se trata, era más adecuado por lógico sostener que al no emitir pronunciamiento sin la forma de la esencial convocatoria en el menor término de la ley (48 horas), se acogían los parlamentarios al mayor plazo establecido en la Constitución (8 días), interpretación algo más jurídica entre otras cosas porque la pirámide de Kelsen impone la primacía del texto fundamental sobre toda otra norma del ordenamiento.
La sentencia de ponencia conjunta que impide como en el caso de la reviviscencia señalar autor del proyecto de decisión, afirma además que por esta razón el decreto “permanece vigente”, cuando lo cierto es que no puede permanecer vigente lo que antes no lo estuvo, pues tal vigencia estaba supeditada a la aprobación de la Asamblea, cuestión que no ocurrió y que se pretende se produzca de forma sobrevenida con esta aquiescencia de la Sala Constitucional al convertir por vía de sentencia en un “sí”, un “no” expreso.
El artículo 339 de la Constitución no admite interpretación en cuanto a que el decreto que declare el estado de excepción (emergencia en este caso) debe ser presentado, dentro de los ocho días siguientes a su promulgación, a la Asamblea Nacional, o a la Comisión Delegada, para su consideración y aprobación. Para que el decreto surta efectos tiene que haber sido aprobado por esta dentro de los 8 días siguientes a su promulgación. Si la Asamblea no lo aprueba, el decreto decae y no adquiere vigencia, pues esta se halla supeditada a ese acto complementario del órgano legislativo.
Sí es verdad que la Ley de Estados de Excepción contempla la posibilidad de aprobación expedita dentro de las 48 horas en sesión especial realizada al efecto, sin convocatoria, pero ello es una facultad no una obligación, y por tanto no elimina el plazo otorgado por la norma superior que es de 8 días, pues por ley no podría cambiarse el plazo constitucional. Esto se encuentra expresamente contenido en ese artículo 27 de la Ley de Estados de Excepción que la sentencia invoca para mal aplicar el lapso de 48 horas, omitiendo que el artículo también establece que: “Si por caso fortuito o fuerza mayor la Asamblea Nacional no se pronunciare centro de los ocho días continuos siguientes a la recepción del decreto, este se entenderá aprobado”. Es decir que si dentro de ese plazo la Asamblea expresamente NO lo aprueba, como ocurrió en este caso, el decreto queda rechazado.
La Sala Constitucional convierte esta facultad de la ley en una obligación al afirmar que “el Poder Legislativo no cumplió con su obligación de considerarlo en sesión especial dentro de las 48 horas después de haberse hecho público el decreto”, pero lo más grave es que con este errado razonamiento procede a desaplicar el plazo de 8 días previsto en la norma constitucional de cuya efectividad se supone garante.
Recurre también la sentencia a los efectos de decidir sobre el alcance de esta aprobación, a las normas constitucionales de 1961 que no contemplaban esta exigencia, lo cual es un contrasentido porque precisamente la Constitución de 1999 pretendió y estableció cambios sustanciales que son los que debe aplicar la Sala Constitucional creada por esta.
Invoca además la colaboración de los poderes, principio establecido en el artículo 136 de la Constitución, pero en este caso tal referencia implica desnaturalizar el término, pues colaboración no significa sumisión y mucho menos renuncia a las competencias propias.
La Constitución de 1999 ha querido en efecto poner un control político a la competencia presidencial para decretar los estados de excepción, que ejerce el órgano parlamentario mediante la mencionada aprobación o no del decreto. Si esta es negada por el acto de la Asamblea a la que la Constitución confiere esta competencia, el control constitucional previsto conlleva a que la medida no podrá ser impuesta y el presidente no podrá por esta vía asumir las facultades legislativas que al Parlamento corresponden.
El que la Sala Constitucional no comparta este control político en los términos previstos en el artículo 339 de la Constitución vigente no le faculta para por vía de interpretación desaplicarlo, pues la Sala Constitucional no tiene poderes constituyentes, antes bien debe conforme al artículo 335 garantizar la supremacía y efectividad de las normas y principios constitucionales.
La norma constitucional no admite derogatoria por vía de acto alguno del poder constituido, y la Sala Constitucional es, después de todo, uno más de ellos, obligada por tanto a respetar la letra de la Constitución, lo cual en este caso, evidentemente no ha hecho.
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