Ocho años no han sido suficientes. Pronto el presidente Barack Obama habrá abandonado la Casa Blanca sin poder devolverle la Base de Guantánamo al régimen de los Castro, como era su propósito. Tampoco conseguirá el levantamiento del embargo. Gane Hillary Clinton o gane Donald Trump, el Congreso, casi con toda seguridad, seguirá siendo republicano.
Al presidente de Estados Unidos le es más fácil destruir el mundo que cambiarlo. La autoridad le alcanza para activar las claves nucleares y disparar una lluvia de cohetes atómicos que devastaría el planeta, pero no puede trasladar a su país a un centenar de personas acusadas de terrorismo, enrejadas en una base naval en el Caribe sin haber sido formalmente juzgadas por tribunales competentes.
Los padres fundadores, buenos discípulos de Montesquieu –James Madison solía repetir párrafos de Del espíritu de las leyes– se empeñaron en limitar deliberadamente la autoridad del “ejecutivo” para evitar que se convirtiera en otro Jorge III, el despótico monarca británico derrotado durante la Guerra de Independencia.
Y lo lograron. Crearon tres poderes separados que consiguieron equilibrarse, a veces hasta la parálisis, de los cuales el menos visible ha resultado el más vigoroso: el judicial. No solo por la capacidad de acusar, juzgar y condenar a los individuos, sino por la extraordinaria facultad de revisar la legislación emitida por el Congreso y el Senado, o las acciones del presidente, y declarar si se ajustan o no a la Constitución.
Pero hay más. La Casa Blanca ha generado instituciones que han cobrado vida propia. La Drug Enforcement Administration (DEA) es una de ellas. La creó Richard Nixon en 1973 con un modesto presupuesto de 75 millones para combatir el narcotráfico y los delitos conexos. Hoy dispone de más de 5.000 agentes y de 2.000 millones de dólares anuales.
Formalmente depende del Departamento de Estado, pero tiene una función policiaca que se aparta bastante del espíritu diplomático de Foggy Bottom, como le llaman familiarmente a esa Secretaría. La policía tiene el instinto de actuar contra los delincuentes. Los diplomáticos propenden a convivir con ellos, especialmente si son políticos.
A esa diferencia se debe que muy rápidamente la DEA apresara a los sobrinos de Cilia Flores en Haití y los trasladaran esposados hacia Estados Unidos acusados de narcotráfico. Cilia Flores es la esposa de Nicolás Maduro.
La DEA temía que entre los abogados y los diplomáticos conciliadores le echaran a perder la operación, como había sucedido cuando facilitaron que las autoridades de Aruba devolvieran a Venezuela al general Hugo (el Pollo) Carvajal, detenido en esa isla del Caribe en julio de 2014 acusado de ser uno de los directores del Cártel de los Soles. Si la diplomacia norteamericana hubiera actuado velozmente, Carvajal habría sido deportado a Estados Unidos.
Otra fuente de secreta contrariedad para la Casa Blanca y la Secretaría de Estado es la labor de las agencias del Departamento del Tesoro encargadas de ejecutar las sanciones a los países castigados por violar las reglas internacionales contra el terrorismo y el narcotráfico.
La Oficina de Control de Bienes Extranjeros (OFAC), heredera de una institución similar creada para luchar contra los nazis, es la todopoderosa agencia que impone cientos de millones de dólares de castigo a no-tan-venerables bancos suizos por violar la ley del embargo a Cuba, sencillamente porque actúa de acuerdo con la legislación vigente y la anima un espíritu parecido a la DEA.
Además de Cuba, la OFAC se ocupa de verificar la aplicación de las sanciones contra Birmania, Irán, Corea del Norte, Somalia, Sudán, Siria y Rusia tras las invasiones a Ucrania.
Sus funcionarios compilan copiosas listas de empresas supuestamente vinculadas al narcotráfico (la “Lista Clinton”), con la peculiaridad de que las personas y las empresas consignadas no tienen la posibilidad de defenderse o desmentir la acusación, lo que da lugar a que casi todo el mundo, comenzando por los medios de comunicación, den por sentado que es verdad la actividad imputada.
A este panorama se agrega la presencia de organismos internacionales surgidos con la bendición de Washington que acaban por hacer política exterior. La Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG) tiene en la cárcel al ex presidente Otto Pérez Molina, a su vice Roxana Baldetti y a la mitad de su gobierno acusada de corrupción. Cuando los detuvieron, un funcionario norteamericano me dijo apesadumbrado: “Nadie nos creerá, pero Obama nada tiene que ver con eso”.
Yo se lo creo. El general Pérez Molina suponía ser un hombre cercano a “los americanos”. No entendió que “los americanos” son tanta gente que no existen.
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