ALBERTO ARTEAGA SÁNCHEZ / AAS@ARTEAGASANCHEZ.COM
26 DE SEPTIEMBRE 2016 - 12:01 AM
Solo quien ha tenido la ingrata experiencia de ser sometido a una investigación penal sabe lo que ello significa y las consecuencias que genera para la vida personal y familiar.
Tal vez por esto, dada mi “especialidad” me resulta impedida la posibilidad de decirle a un visitante que estoy a la orden, lo que podría interpretarse como el peor de los deseos para un amigo o conocido.
Los vericuetos de la llamada “justicia penal” son absolutamente intransitables. El “proceso penal” es un laberinto, en el cual resulta extremadamente difícil encontrar la salida, la cual, apartando los turbios caminos verdes de la corrupción, se produce en el momento menos esperado y después de hacer innumerables ejercicios de paciencia o resignación, ante las explicaciones que hace un abogado que comienza hablando de lo que prevé la ley, para concluir afirmando que nada de eso se cumple, porque cada juez tiene un criterio distinto y, en definitiva, uno es el código formal y otro el código práctico en vigencia, con las características de la incertidumbre, del capricho o del humor del funcionario y de las miles de trabas que surgen en el camino minado del procedimiento penal.
Los 15 días para la audiencia preliminar pueden ser de 30 días, 1 año, 2 años, 4 años o 7 años y las medidas “provisionales” de presentación o de prohibición de salida del país o de enajenar o gravar, prácticamente se pueden extender por cualquier tiempo.
Ningún acto se celebra el día fijado, sino que se difiere una y otra vez por cualquier razón siendo la “ley del diferimiento” la única ley de inexorable cumplimiento; “no hay despacho” es un letrero normal a las puertas de un tribunal penal y puede no despacharse por meses; “no hay copias” porque no hay papel para sacarlas” o no hay impresora en buenas condiciones; y no es extraño que un expediente se pierda o que un oficio no llegue a su destino.
Las experticias se ven obstaculizadas por fallas del instrumental requerido y si de ello depende la decisión sobre un delito grave de violación, por ejemplo, el investigado quedara en libertad y más nunca se le conseguirá.
Hay que admirar a los funcionarios honestos que en locales no aptos para el trabajo, sin aire acondicionado, computadoras inservibles y con sueldos de miseria todavía cumplen con su deber.
Por supuesto, este aparato oxidado de la justicia de pronto se mueve para procesar con asombrosa celeridad a algún preso por “ordenes de arriba” que permanecerá privado de la libertad hasta que “San Juan agache el dedo”, sin que valgan enjundiosos escritos o alegatos cargados de citas doctrinarias que nadie lee y a nadie le interesan.
Y en medio de todo este panorama de irracionalidad en el campo propio de los aplicadores de la ley, siendo la norma máxima la “ausencia de ley” o la anomía, han proliferado ahora los “gestores penales” de la más diversa categoría, desde los “corredores de presos” de los fines de semana dispuestos a “socorrer a los que caen en redadas de fin de semana o en operativos hoy llamados OLP”, hasta los sofisticados “profesionales” que venden el humo de sus pretendidas influencias o la realidad de sus contactos, prácticas intolerables que son propiciadas por incautos investigados o por temerosos imputados que alimentan el tráfico de este oficio.
Por supuesto, en este imperio de lo kafkiano y rabulesco hay jueces honestos, fiscales honestos, abogados honestos y no pocos esforzados empleados al verdadero servicio de la justicia que a duras penas tratan de abrirse camino y dan muestras de las aspiraciones a una Venezuela mejor.
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