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Juan Vicente Gómez S.
Hoy estuviese cumpliendo 75 años de vida este abogado venezolano que optó por dedicarse a la fotografía y que falleció en julio del 2010.
Cursilería y sentimentalismos inclusive, permítaseme evocar en esta fecha a la figura de mi padre, la que señalaría su cumpleaños 75 y que no deseo dejar pasar bajo la mesa. El número redondo y la fecha exacta me han dado la excusa para recordar la obra de este jurista de profesión y fotógrafo por vocación que logró materializar uno de sus grandes sueños antes de morir fundando y dirigiendo el Museo Nacional de Fotografía de Venezuela.
Para nadie es un secreto las complejidades que conlleva la gerencia de asuntos culturales en nuestro país, más aún si se gestiona con dineros públicos y la mediación de entes oficiales, un reto que no detuvo a mi padre en su empeño de darle mucho más peso a la investigación, difusión y conservación del patrimonio iconográfico nacional.
Antes de la creación del Museo, Gómez Gómez había sido presidente del Centro Nacional de Fotografía (Fundacenafv), organismo que sirvió de base para el nacimiento, en 2006, de la única institución museística dedicada en exclusivo a la fotografía en Venezuela. Cabe señalar, crítica incluida, que como típica obra “hecha en socialismo” ese museo no logró perdurar en el tiempo y ya murió de mengua a pesar de los esfuerzos de su segundo director, Rodrigo Benavides.
Como documentalista, mi padre desarrolló un extenso y minucioso trabajo de investigación basado principalmente en los asuntos sociales de Venezuela. Recorrió repetidamente “el país profundo” y dejó un inmenso legado iconográfico que está todavía a la espera de ser divulgado. Su labor editorial privilegió la obra de otros autores, promocionó el talento emergente de los jóvenes fotógrafos y acompañó académicamente a muchos de ellos desde los espacios docentes que cultivó. También impulsó el fomento de los Premios Nacionales, gestionando reconocimientos en metálico destinados a respaldar socioeconómicamente a los creadores que fueran merecedores de ellos.
“Iconoplasta” (como se autodefinía irónicamente), despreocupado, sibarita y bon vivant, esta mañana me saluda pintándome una paloma desde su cielo, la proa de alguna embarcación en Sinamaica, el kilómetro sopotocientos de cualquier carretera recóndita o la cabina de algún avión surcando el cielo. Finalmente, a seis años de su partida, puedo evocar su figura, sereno, con una grata nostalgia que mitiga el dolor por su pérdida física. Te extraño viejo querido.
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