Friday, March 3, 2017

Erdoğan ha declarado la guerra política a Alemania; por Fernando Mires

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Fernando Mires

Desde semanas se encuentra detenido en Turquía el periodista del prestigioso diario alemán Die Welt, Deniz Yücel. La prisión, según ha revelado su abogado, tiene lugar bajo condiciones muy precarias. Yücel no puede recibir visitas, no tiene ropa de cambio, ni jabón, ni pasta de dientes. “A la turca” como decían en el siglo pasado quienes tenían la desgracia de caer en las mazmorras de Estambul o de Ankara.
Las gestiones para la liberación, o por lo menos, para un juicio imparcial al periodista de doble nacionalidad (alemana y turca) eran múltiples. Todas han caído en el vacío. El día 26 de febrero, Yücel —sin mediar acusación— fue condenado a una prisión preventiva que puede extenderse a más de cinco años. La decisión de los tribunales, como son las de todas las autocracias de nuestro tiempo, no tiene ningún basamento jurídico. Se trata de una resolución meramente política. A través de la aberrante condena, Erdoğan intenta marcar un punto de inflexión en las relaciones entre Turquía y Alemania.
La prisión de Yücel es parte de una escalada de calculadas agresiones verbales hechas desde Estambul a Berlín. Vanos han sido los intentos de Angela Merkel para bajar el nivel de las tensiones. Sus continuas visitas a Erdoğan han resultado infructuosas. Al parecer ya no hay vuelta atrás. Alemania, y con ella la Europa democrática, deben irse despidiendo de esa comunidad de destino establecida con Turquía cuyo funcionamiento en los terrenos militares y económicos parecía hasta hace poco ser óptimo. Turquía está regresando al lugar histórico que ocupó antes de la Guerra Fría: un baluarte en contra de la democracia.
Turquía, islamista y occidentalista a la vez, era la nación predestinada a ser el puente dorado entre Europa y el mundo islámico. Hoy el puente está quebrado. Erdoğan ha decidido deslindar al Estado, y con ello a toda la nación, de occidente. Su objetivo es convertir a Turquía en la vanguardia militar y política del mundo islámico. La prisión de Yücel opera en ese marco como un símbolo altamente significativo. En cierto modo el juicio al brillante periodista significa una declaración de guerra política a Alemania.
Merkel —confiando quizás demasiado en el poderío de la economía de su país— hace y seguirá haciendo lo posible para mantener comunicación con el gobierno turco. Pero no puede hacerlo a cualquier precio. Por eso no vaciló en designar la decisión del gobierno de Erdoğan con respecto a Yücel como “amarga y desilusionante”. En cambio, el oportunista ministro del exterior, el socialdemócrata Sigmar Gabriel, minimizó la afrenta con frases muy estúpidas sobre las diferencias de cultura entre Alemania y Turquía. Pero la prensa alemana, como era de esperarse, reaccionó de modo implacable en contra de Erdoğan.
Mal que mal la prensa defiende a uno de los suyos. “Todos los periodistas somos Yücel”, se lee en las páginas de Die Welt. Los partidos políticos democráticos secundan a la prensa e incluso, el dirigente de Los Verdes, de origen turco, Cem Özdemir, ha llamado a manifestaciones callejeras en contra del gobierno de Erdoğan. Los únicos que nada dicen son los neofascistas de la AfD. Hecho aparentemente inexplicable. La ocasión parecía apropiada para que el partido de los xenófobos redoblara sus invectivas en contra de “la barbarie islámica”. Pero hay una barrera que se los impide. Esa barrera se llama Putin.
El autocratismo de Erdoğan es un calco islámico del autocratismo cristiano-ortodoxo de Putin. Ambas autocracias, además, han descubierto repentinamente sus relaciones de afinidad. Mucho las separa, pero el odio compartido a los valores políticos de occidente, las une.
Y bien; para nadie es un misterio que la AfD en Alemania así como el FN en Francia, son caballos de Troya de Putin en occidente. De tal modo que los ataques a la autocracia turca podrían volverse fácilmente en contra de Putin. Más todavía si se tiene en cuenta que la cruzada en contra de la libertad de prensa es compartida por algunos gobiernos europeos afines a los partidos del neofascismo. En Polonia y en Hungría, por ejemplo, han sido dictados decretos altamente restrictivos con respecto a la libertad de información.
Para colmar el vaso, los ataques a la prensa libre coinciden con los insultos que día a día propina el presidente Donald Trump a medios informativos de su país.
Quizás el mismo Trump no ha percibido como su guerra privada en contra de la prensa ha tenido más efectos negativos fuera que dentro de su nación. Mal que mal la prensa estadoudinense puede y sabe defenderse al amparo de sólidas instituciones y leyes que la protegen. No ocurre así en naciones como Turquía, Hungría, Rusia y Venezuela. En ellas la prensa depende de la voluntad de dictadores y autócratas. Y precisamente esas dictaduras y autocracias se sienten repentinamente legitimadas desde los propios EE. UU.. Nada menos que desde el país que había hecho de la libertad de prensa un principio sagrado, entre otras razones porque allí la lucha por la independencia y por la libertad de opinión nacieron juntas.
Pero no solo es la libertad de prensa lo que está en juego en Turquía. Lo que verdaderamente está en juego es la libertad del cuerpo humano para expresarse y ser.
En la Turquía de Erdoğan así como en la Rusia de Putin y en la Venezuela de Maduro, hay muchos presos políticos. Algunos han llegado a ser simbólicos. Deniz Yücel ha pasado a sumarse a nombres que, víctimas de la ignominia dictatorial, recorren el mundo, entre otros el del ex candidato opositor ruso Alexei Navalny y el del político venezolano Leopoldo López.

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