Fernado Londoño Hoyos
Lo que pasa en Venezuela tenía que llegar y llegó, así sea que todavía falte lo peor. Por desgracia.
El castrochavismo será
recordado como autor de un milagro económico a la inversa, de los que
se registran tan pocos en el devenir de los pueblos. Convertir en país
miserable el más rico de América no es hazaña de todos los días.
Habiendo tanta pobreza en tantas partes, en pocas tiene que pelear la
gente, a dentelladas, por una bolsa de leche, por una libra de harina o
por un pedazo de carne.
Convertir en despojos
una de las más organizadas, pujantes y serias empresas petroleras del
mundo no es cualquier tontería. Llevar a la insolvencia una nación ante
las líneas aéreas, los proveedores comerciales y los que suministran
material quirúrgico y hospitalario no es cosa que se vea cualquier día. Y
arruinar al tiempo el campo y la industria, el comercio y los
servicios, la generación eléctrica, la ingeniería, la banca y las
comunicaciones es tarea muy dura, cuando se recuerda que la sufre el
país que tiene las mayores reservas petroleras del mundo.
En esa frenética
carrera hacia el desastre, el gobierno castrochavista tuvo que proceder a
la eliminación paulatina de todas las libertades, al sacrificio del
pensamiento y la conciencia, a la ruina de las instituciones, del
periodismo, de los partidos, de la universidad, de los gremios, de los
sindicatos. Pues todo se ha cumplido tras el designio implacable de los
ancianos inspiradores del sistema, Fidel y Raúl Castro, que una vez más
han demostrado su audacia, su carencia total de consideración y respeto
por los valores más caros de la especie humana, pero también su falta
absoluta de talento. Llevar a Venezuela a la ruina total es matar su
propia fuente de subsistencia. Y es lo que han hecho, moviendo los
resortes del fanatismo más imbécil, de los odios más cerriles, de los
desquites más torpes.
Nicolás Maduro tiene
la inteligencia y el tacto político que exhibe en cualquiera de sus
discursos. Pero al fin de cuentas es un pobre rehén de los intereses
inconfesables de la clase corrupta que ha llevado a Venezuela a su
perdición. Si ese títere fuera libre, hasta de sus menguadas condiciones
de estadista pudiera esperarse algún acto de rectificación, algún gesto
de apaciguamiento, alguna voluntad de comprender el desastre y de
corregirlo. Pero Maduro es el primer esclavo de las pasiones atroces que
dominan en Venezuela. Los saqueadores de esa gran nación no están
dispuestos a que nadie ensaye el menor examen de su conducta. En los
antros del delito se pierde todo, empezando por el pudor.
El régimen de
Venezuela se va a caer, porque se tiene que caer. No podría subsistir
sino amordazando totalmente al pueblo, imponiendo cartillas de
racionamiento, levantando un paredón, como el del Che Guevara en La
Cabaña. Y no están dadas las condiciones para que el mundo soporte estas
afrentas. Con una Cuba le basta a América.
El pueblo está en las
calles, dispuesto a hacerse matar. Y lo están matando. La juventud
estudiantil, que sabe cerrados los caminos del porvenir, le apuesta a
cualquier cosa, menos al continuismo cobarde. Los empresarios lo
perdieron todo hace rato. No tienen cuentas para hacer. Y los
paniaguados del sistema ven con horror que el sistema ya no tiene
mercados para comprar sus conciencias.
Y ante esta
catástrofe, el presidente Santos no ofrece más que su silencio perplejo.
Porque, si sigue ofendiendo a ese pueblo, tendrá un enemigo formidable.
Y si ofende a Maduro, se le cae el proceso de paz. Esa es la
consecuencia del primero de sus actos torpes, el de tomar por nuevo
mejor amigo a un tirano despreciable. Y el de montar un proceso que
llama de paz sobre los hombros caducos de unos patriarcas en su ocaso.
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