RICARDO GIL OTAIZA | EL UNIVERSAL
jueves 14 de julio de 2011 02:48 PM
Cuán lejos estamos de percibir a ciencia cierta la profundidad del daño causado a la nación por el chavismo durante la última década. Lejos, porque quienes aquí vivimos estamos de alguna manera impregnados del vaho, "contaminados" por el día a día, que se hace evidencia en la medida en que nuestra calidad de vida se va pauperizando sin que lo percibamos en su inmensa connotación social y humana. Lentamente hemos ido "asimilando" el deterioro y adosándonos a él, como quien se acostumbra a vivir con una enfermedad crónica que hace mella en su salud, y la sobrelleva con estoicismo y hasta con dignidad, pero sin duda su impronta marca un antes y un después en su existencia, que jamás ni nunca podrá ser la misma de antes.
Los demás: quienes llegan desde otros contextos y sienten sobre sus rostros el vaporón del contraste de lo que fuimos y lo que somos (o los que retornar luego de un largo período de ausencia), son los que en alguna medida puedan dar fe de eso que podríamos llamar como el "síndrome del deterioro", que nos destruye como nación, que nos pone en minusvalía frente a otras, que nos hace sentir en la piel el escozor de las cosas que no funcionan, de los funcionarios que manguarean y sólo buscan sobornos, de los servicios públicos que no resisten más los embates de la desidia y la mediocridad, del miedo que se ha instalado en nuestros cuerpos como un extraño virus hasta hacernos picadillo las entrañas.
Venezuela está enferma, nuestra sociedad no es ni por asomo la que conocimos quienes aquí nacimos y la que vieron aquellos que por decisión propia se instalaron a vivir con nosotros décadas atrás. Como un "síndrome", el deterioro se ve, se palpa, se siente, se percibe, aunque podamos convivir con él creyendo que no es para tanto como lo dicen en el exterior los medios internacionales y los que (de carambola) regresan a estas tierras (porque sencillamente estamos dentro de ese monstruo), haciéndonos un poco los locos de que aquí no pasa nada, de que todo mejorará, de que ya vendrán tiempos mejores, de que el gobierno caerá. En fin, las múltiples ilusiones que como colectivo guardamos en el pecho, a la espera de poder alguna vez despertar y sentir que todo ha pasado, que la pesadilla ha llegado a su fin.
Se puede caer bajo como sociedad, se puede pisar fondo, se pueden sufrir vicisitudes de toda índole, se pueden vivir calamidades, pero siempre habrá un tiempo, un espacio, un resquicio para sanar las heridas. Europa es un ejemplo notable de esto. Sin ir muy lejos: Chile, Perú y Colombia podrían servirnos de lección continental de cómo pisaron fondo y de qué fue lo que hicieron para no morir en el intento. Estamos en esa espera, y aunque muchos aún crean en cantos de sirenas, en pajaritos preñados, en historias como Alicia en el país de las maravillas y hasta en el mar de la felicidad cubana, ya es hora de recoger los pasos perdidos y en conjunto empezar a buscar los caminos extraviados, a recomponer lo dañado, a armar lo disjunto, a resolver de una buena vez este inmenso rompecabezas llamado Venezuela, que hemos venido desbaratando desde hace tiempo (directamente o como cómplices), para volver a pensar en cómo abordar el futuro.
Los demás: quienes llegan desde otros contextos y sienten sobre sus rostros el vaporón del contraste de lo que fuimos y lo que somos (o los que retornar luego de un largo período de ausencia), son los que en alguna medida puedan dar fe de eso que podríamos llamar como el "síndrome del deterioro", que nos destruye como nación, que nos pone en minusvalía frente a otras, que nos hace sentir en la piel el escozor de las cosas que no funcionan, de los funcionarios que manguarean y sólo buscan sobornos, de los servicios públicos que no resisten más los embates de la desidia y la mediocridad, del miedo que se ha instalado en nuestros cuerpos como un extraño virus hasta hacernos picadillo las entrañas.
Venezuela está enferma, nuestra sociedad no es ni por asomo la que conocimos quienes aquí nacimos y la que vieron aquellos que por decisión propia se instalaron a vivir con nosotros décadas atrás. Como un "síndrome", el deterioro se ve, se palpa, se siente, se percibe, aunque podamos convivir con él creyendo que no es para tanto como lo dicen en el exterior los medios internacionales y los que (de carambola) regresan a estas tierras (porque sencillamente estamos dentro de ese monstruo), haciéndonos un poco los locos de que aquí no pasa nada, de que todo mejorará, de que ya vendrán tiempos mejores, de que el gobierno caerá. En fin, las múltiples ilusiones que como colectivo guardamos en el pecho, a la espera de poder alguna vez despertar y sentir que todo ha pasado, que la pesadilla ha llegado a su fin.
Se puede caer bajo como sociedad, se puede pisar fondo, se pueden sufrir vicisitudes de toda índole, se pueden vivir calamidades, pero siempre habrá un tiempo, un espacio, un resquicio para sanar las heridas. Europa es un ejemplo notable de esto. Sin ir muy lejos: Chile, Perú y Colombia podrían servirnos de lección continental de cómo pisaron fondo y de qué fue lo que hicieron para no morir en el intento. Estamos en esa espera, y aunque muchos aún crean en cantos de sirenas, en pajaritos preñados, en historias como Alicia en el país de las maravillas y hasta en el mar de la felicidad cubana, ya es hora de recoger los pasos perdidos y en conjunto empezar a buscar los caminos extraviados, a recomponer lo dañado, a armar lo disjunto, a resolver de una buena vez este inmenso rompecabezas llamado Venezuela, que hemos venido desbaratando desde hace tiempo (directamente o como cómplices), para volver a pensar en cómo abordar el futuro.
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