Ricardo Hausmann
El presidente
venezolano, Nicolás Maduro, ha vuelto a tener un problema conmigo. El canal
nacional de televisión, controlado por el gobierno, recientemente emitió una
conversación telefónica privada, grabada de manera ilegal, en la que yo
propongo realizar un estudio para ver cómo rescatar la economía venezolana
consiguiendo el apoyo de la comunidad internacional. El gobierno, sin éxito,
editó la grabación para hacer sonar nefasto lo que yo digo, mintió sobre el
significado de la conversación y sobre mí, y ahora piensa entablar un juicio en
mi contra.
Esto me ha hecho
pensar sobre el eterno problema de la maldad. ¿Es ella enteramente relativa o
existen bases objetivas para definir una conducta o un acto como maldad?
¿Ocurren todas las confrontaciones entre partes legítimas –siendo, por ejemplo,
la persona que uno considera un terrorista el combatiente por la libertad para
otro– o se puede decir que algunas peleas realmente son entre el bien y el mal?
Como hijo de
sobrevivientes del Holocausto, siempre he sentido una aversión intuitiva hacia
el relativismo moral. Pero, ¿qué bases objetivas existen para afirmar que los
nazis encarnaban el mal? Según lo señala Hannah Arendt, abundaban los
individuos como Adolf Eichmann y ellos “no eran perversos ni sádicos”, sino
que, más bien, “eran, y todavía son, terrible y aterradoramente normales”. Una
normalidad semejante surge del retrato que Thomas Harding pinta de Rudolf Höss,
el comandante de Auschwitz, un hombre orgulloso de haber sobresalido en el
desempeño de la labor que se le asignó.
Entonces, ¿qué quiere
decir maldad en primer lugar?
La filosofía moral ha
enfocado esta cuestión desde dos puntos de vista muy diferentes. Para algunos,
el objetivo es encontrar principios universales de los cuales derivar juicios
morales: el imperativo categórico de Kant, el principio utilitario de Bentham y
el velo de ignorancia de John Rawls, constituyen algunos de los ejemplos más
conocidos.
Para otros, la clave
consiste en comprender la razón que nos lleva a tener sentimientos morales para
empezar. ¿Por qué la mente humana ha evolucionado de manera que genera
sentimientos de empatía, repugnancia, indignación, solidaridad y piedad? David
Hume y Adam Smith fueron los pioneros de esta corriente de pensamiento, la que
eventualmente generó los campos de la psicología evolutiva y moral.
De acuerdo con este
último punto de vista, los sentimientos morales evolucionaron para sustentar la
cooperación entre los seres humanos. Nuestros genes nos programan para que
sintamos preocupación ante el llanto de un bebé y empatía ante alguien que
padece un dolor. Buscamos que los demás nos reconozcan y evitamos que nos
rechacen. Uno se siente mejor sobre sí mismo cuando hace el bien, y peor cuando
hace el mal. Estos son los fundamentos de nuestro sentido inconsciente de la
moralidad.
En consecuencia, dudo
de que una sociedad moderna alguna vez haya apoyado ampliamente lo que ella
consideraba maldad. Hechos como el Holocausto o los genocidios en Ucrania
(1932-1933), Camboya (1975-1979) o Ruanda (1994) se basaron ya fuera en el
secretismo o en la diseminación de una visión del mundo distorsionada, diseñada
para hacer que el mal pareciera el bien.
La propaganda nazi culpaba
a los judíos de todo: de la derrota de Alemania en la Primera Guerra Mundial,
de los valores morales que impedían que la raza aria ejerciera su superioridad,
y hasta del comunismo y del capitalismo. A los ucranianos se les acusó de ser
espías polacos, kulaks, trotskistas, y de todo lo demás que se le ocurrió a
Stalin.
La diseminación del
mal requiere de mentiras porque ellas forman la base de la visión del mundo que
hace que el mal parezca el bien. Pero el hecho de que la gran maldad dependa de
la gran mentira nos da la oportunidad de contraatacar.
El biólogo Martin
Nowak sostiene que la única forma en que los seres humanos han logrado mantener
la cooperación es desarrollando maneras de bajo costo de castigar el mal
comportamiento. Para desalentar a A de perjudicar a B, la reacción de C puede
ser importante, porque si A sabe que C lo va a castigar por lo que le haga a B,
posiblemente lo piense dos veces antes de hacerle daño a B.
Pero si el castigo es
de alto riesgo o de alto costo para C, es posible que no dañe mucho a A, con lo
que A puede creer que no tiene límites. Pero si C puede castigar a A de un modo
que no tenga un alto costo y sea incluso agradable, la amenaza para A
posiblemente sea de mayor contundencia.
Según este punto de
vista, la necesidad de solucionar el dilema anterior constituye la base
evolutiva de los chismes y la reputación. A los seres humanos nos gusta
chismorrear, lo que puede perjudicar nuestra reputación, lo cual, a su vez,
afecta la manera en que nos tratan los demás. Por lo tanto, el castigo a través
de las habladurías es tanto de bajo costo como agradable –y el temor de A de
convertirse en objeto de chismorreo por parte de C puede ser suficiente para
desalentar su mala conducta hacia B.
Esto abre una
importante vía para el control del mal. En las palabras del senador
estadounidense y profesor de la Universidad de Harvard Daniel Patrick Moynahan,
“cada uno tiene derecho a sus propias opiniones, pero no así a sus propios
hechos”. Por lo tanto, una de las formas de detener el mal es atacando las
mentiras en que se basa y condenando a quienes las proponen.
En Estados Unidos
existe la tendencia natural a castigar a los candidatos políticos cuando
mienten, pero especialmente sobre sus pecadillos personales. Sería estupendo,
por ejemplo, si las calumnias de Donald Trump sobre los mexicanos impidieran
que él fuera elegido presidente. Si dentro de la cultura política de algún país
todos estuvieran de acuerdo en condenar las mentiras y a los mentirosos
intencionales, sobre todo cuando su meta es promover el odio, ese país podría
evitar un gran mal.
Pero, este no es el
caso de Venezuela. Su gobierno ha hundido la economía y a la sociedad del país,
encargándose de crear la tasa de inflación más alta del mundo y la segunda de
homicidios, la mayor caída de la producción de todos los países a escala
mundial, y para qué hablar de una escasez sin igual. Y, ahora, está mintiendo
de manera sistemática sobre las causas del desastre que ha provocado e
inventando chivos expiatorios.
El gobierno de Maduro
les echa la culpa de su colapso económico a una “guerra económica” liderada por
Estados Unidos, la oligarquía y el sionismo financiero internacional, del cual
se supone que yo soy agente. El problema reside en que el gobierno
prácticamente no ha pagado nada por sus sistemáticas mentiras, incluso cuando
entre ellas se cuenta el haber hecho chivos expiatorios de los colombianos
pobres, culpándolos de la escasez en Venezuela, expulsando de forma ilegal a
cientos de ellos y destruyendo sus hogares.
Si bien algunos ex
presidentes latinoamericanos se han pronunciado en contra de este ultraje,
líderes importantes, como las presidentes Dilma Rousseff, de Brasil, y Michelle
Bachelet, de Chile, han permanecido en silencio. Ellos deberían prestar
atención a la advertencia de Albert Einstein: “Quienes toleran o fomentan la
maldad ponen al mundo en mayor peligro que quienes realmente la practican”.
Vía El
Nacional
Que pasa Margarita
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