EN:
Ya Doña Bárbara va a cumplir medio siglo de escrita. El llano que nos pintó Gallegos está allí y el pueblo que lo habita es el mismo pueblo de los días de la epopeya, el de los sufrimientos de las guerras civiles, el que agostaron la violencia y las enfermedades y el que mantiene vivas las virtudes de aquella trilogía galleguiana: “ama, sufre y espera”. Valdría la pena quizás hoy pensar qué es lo que subsiste de aquel llano vigoroso y duro, bello y terrible, que Gallegos pintara; pues, si se ha dicho que Don Segundo Sombra, la obra inmortal de Ricardo Güiraldes, fue escrita cuando ya el gaucho había desaparecido o estaba desapareciendo, y tal vez por ello mismo escribió su frase final: “Me fui, como quien se desangra”, el llanero de Doña Bárbara tiene hoy tantas modificaciones, que difícilmente puede reconocerse a Santo Luzardo en el nuevo universitario pionero que llega en su avión desde Caracas, toma el jeep o la camioneta de doble transmisión para recorrer la finca, o en una motocicleta en dos ruedas se lanza sobre la pampa por donde antes solo se escuchara el retumbar de cascos de la caballería.
Muchos cambios habría que observar en los llanos de Apure de hoy, en relación a los que hace cincuenta años pintó con mano maestra Rómulo Gallegos. En primer lugar, la población crece, como consecuencia de la derrota del paludismo. Ese saldo favorable le quedó a Venezuela de la Segunda Guerra Mundial, cuyos descubrimientos fueron aprovechados eficazmente por una acertada campaña antimalárica. Hace medio siglo, todavía el paludismo era un mal que no había sido vencido. “Es verdad que por aquí no es tan enfermizo como por esos otros llanos que Vd. ha atravesado; pero a nosotros también nos jeringa el paludismo. Yo, que le estoy hablando, once hijos tuve y siete de ellos llegaron a hombres. Vd. debe recordarlos. Pero hoy solo me queda Antonio y asina como le hablo yo le pueden hablar también muchos otros”. Es el dramático testimonio del viejo, noble y leal, Melecio Sandoval. Vencido el paludismo, el incremento demográfico sube. San Fernando es hoy una ciudad que tiene más de cuarenta mil habitantes, y esa cifra continuará creciendo todavía por mucho tiempo. Podría pensarse, pues, que se va cumpliendo aquella imprecación galleguiana, de tanto sabor de la Argentina de Sarmiento y Alberdi: “Lo que urge es modificar las circunstancias que producen estos males: poblar. Pero, para poblar, sanear primero; para sanear, poblar antes. ¡Un círculo vicioso!”.
Por otra parte, las comunicaciones han acortado las distancias. Parece que fuera de mucho más tiempo, quizás de antes de la colonia, o de los mismos días de la conquista, la referencia al sitio originario de la devoradora de hombres: “¡De más allá del Cunaviche, de más allá del Cinaruco, de más allá del Meta! De más lejos que más nunca –decían los llaneros del Arauca, para quienes, sin embargo, todo está siempre ‘ahí mismito, detrás de aquella mata’–”. Hoy está San Fernando de Apure a pocas horas de automóvil desde Caracas. El Estero de Camaguán, que parecía un obstáculo insalvable, fue vencido en forma relativamente fácil con la moderna maquinaria de construcciones y rellenos. Ya el Llano dejó de ser un gran productor de buenas bestias. El que quiera ensillar un caballo de paso que merezca la fama de los antiguos tiempos, debe importarlo de Colombia o del Perú. Las antiguas “puntas de ganado” han reducido sus largas y agotadoras caminatas para cumplir la mayor parte del trayecto en inmensas gandolas, que ponen la carne de los novillos gordos en tiempo relativamente breve a la puerta de los mataderos. Ello, no obstante que Apure sigue siendo el Estado de Venezuela con menor kilometraje de vías carreteras y que el ferrocarril se convirtió en uno de esos sueños que se fueron al mar eterno de los imposibles. Pero, también, Apure es el Estado con mayor cantidad de pistas de aterrizaje, especie de elementales aeropuertos adonde llegan y de donde salen constantemente cada día pequeños pero confortables aviones. Ya va a tener casi veinte años el puente que cruza el Apure frente a San Fernando, y más de cuatro años, entre Bruzual y Nutrias, otro gran puente, con el nombre de Cornelio Muñoz, que pone los ganados del centro de Apure en el Estado Barinas, de donde sale al resto del país por una carretera asfaltada. Las condiciones sanitarias mejoran, aun cuando hay todavía muchas endemias por combatir, y aun cuando sería ingenuo aspirar a que hubieran desaparecido las “picadas de los puyones”. La educación primaria se ha extendido por toda la sabana y existen planteles de educación media en las principales poblaciones, si bien sigue siendo Apure una de las entidades con más alto nivel de analfabetismo, que para el último censo estaba todavía cerca del 60 %.
Todavía, del cuadro de Gallegos, la sabana conserva su entidad esencial. Las grandes propiedades, donde se realiza una ganadería extensiva, permanecen sin cerca; el abigeato es un mal que se denuncia constantemente en forma vigorosa. Son escasas las extensiones donde existen pastos sembrados artificialmente; la candela realiza su aparición periódica, a pesar de todas las promesas y de todos los propósitos de vigilancia. El agua sigue siendo, más que una bendición, una especie de contradicción perenne, pues ante su falta se mueren de sed hombres y rebaños, y cuando su deseada presencia llega, enseguida se excede para inundar y ahogar poblaciones y hatos. Todavía puede decirse, como señalaba Gallegos como reminiscencia en la edición conmemorativa de los veinticinco años de Doña Bárbara: “Acostumbraba dividirse equitativamente todo el año, mitad sabana seca con espejismos de aguas ilusorias atormentadoras de la sed del caminante, y mitad aguas extendidas de monte a monte en los ríos, de cielo a cielo en los esteros”. Pero ya se ha iniciado la doma del agua, que para mí es anuncio del triunfo del hombre sobre la llanura. Allí mismo, en el propio cajón del Arauca, a una distancia equidistante de la margen derecha del Apure y de la margen izquierda de aquel otro río inmortalizado por el joropo Alma Llanera de Pedro Elías Gutiérrez y por la inmortal novela de Gallegos, se realiza la prueba de los módulos hidrológicos, que arrancaron de Mantecal y que se proponen conservar excedentes de agua para las épocas del inclemente verano, y ofrecer tierras no anegadas a los rebaños para la época no menos inclemente del invierno.
Todavía queda en los poblados algo de esto que dice la novela: “pueblos venezolanos que guerras, paludismo, anquilostomiasis y otras calamidades han ido dejando convertidos en escombros a las orillas de los caminos”, pero esos pueblos van recibiendo el mensaje de aliento de un sistema de gobierno que se va fundando sobre el voto de los pueblos, donde los más humildes tienen peso y donde las promesas, así muchas veces no hayan podido o no hayan querido ser cumplidas, tienen que repetirse y van creando un compromiso ineludible.
El panorama humano y social también se modifica. Al lado del propio Rómulo Gallegos, en el Campo de Carabobo, el 5 de marzo de 1960, concurrí a la promulgación de una Ley de Reforma Agraria que quiso tener el sabor de compromiso unánime de los venezolanos para rescatar de injusticia las poblaciones del campo y abrir el acceso directo a la tenencia de la tierra para aquellos que la trabajan.
¿Podríamos reconocer, hoy mismo, a los personajes que con mano maestra retrató Gallegos hace medio siglo? Mucho ha cambiado el doctor Santos Luzardo, aun cuando no podemos decir que no lo encontremos entre las extensiones del llano, quizás vestido no solo con la toga del jurista, sino con la bata del médico que viene de cumplir en el hospital sus deberes profesionales y que va a encontrar en la tierra fuerza para el trabajo por el porvenir. Difícil será no toparse con la belleza sencilla, ingenua y candorosa de Marisela, que a través de una sonrisa nos transmite el optimismo de la tierra, aun cuando ya no pueda recordar, porque no corresponde a su época, la suciedad y el abandono en que pudo encontrarse en el Palmar de La Chusmita. Están por allí siempre, en testimonio de generosidad, característica de nuestra gente, Antonio Sandoval, María Nieves, Carmelito, Pajarote, Venancio. Tal vez no esté ausente el Juan Primito que pone nota pintoresca de sabiduría popular, en medio de su extraño atuendo y de su rústico lenguaje; pero será más difícil la supervivencia tranquila de Balbino Paiba, de Melquíades, del mismo Mister Danger que no deja de tener sus características distintas, y, por supuesto, de la “señora”, más femenina aunque no menos entusiasta, más consciente de la igualdad entre los sexos pero más obligada por las circunstancias del tiempo. Encontraremos en frecuente ocasión a Florentino, el cantador de contrapunto, el que se batió con el diablo y que dio tantas y tan hermosas páginas a otra gran novela galleguiana, Cantaclaro. Y quizás nos llama la atención verificar que Pernalete ha sido aventado por la toma de conciencia de los pueblos, pero que en más de una ocasión el Bachiller Mujica, Mujiquita, ya no ocupa solamente la Secretaría y el Juzgado, sino que aparece revestido de los propios atributos del Jefe Civil, convertido en “Prefecto”.
Sigue siendo, por ello, después de medio siglo, Doña Bárbara el libro ejemplar, no solo testimonio de un pasado cercano, sino expresión llena de misterio y de incentivo de la llanura venezolana, la que tal vez, como en algún momento de la novela, parece “más ancha, más imponente y hermosa que nunca, porque dentro de sus dilatados términos iba el hombre dominando la bestia y ¡había sitio de sobra para muchos!”. Sobre esta tierra está, como la mejor obra de Dios y de la historia “el alma de la raza, abierta, como el paisaje, a toda acción mejoradora”. Se estremece en medio de las desilusiones la voluntad de los llaneros, que sentirán sobre sí aquella hermosa metáfora: “así debe de estremecerse la sabana cuando, un día, después de las quemas de marzo, siente que ha amanecido toda verde”. Y todavía hoy, en forma inagotable, la respuesta que es explicación, o la explicación que sirve de motivo para vencer cualquier desesperanza, la misma que daba Pajarote cuando explicaba sus posibilidades de acción: “pero me queda el sufridor”.
¿Vendrá el ferrocarril? ¡Quién lo sabe! En el desahogo del patriota en que se desdobla el literato, este aparece como un símbolo, pero más del símbolo está la fe, que lejos de desaparecer renace: “Algún día será verdad. El progreso penetrará en la llanura y la barbarie retrocederá vencida. Tal vez nosotros no alcanzaremos a verlo; ¡pero sangre nuestra palpitará en la emoción de quien lo vea!”.
***
El 7 de abril de 1969, poco menos de un mes después de haber asumido yo la Presidencia que él ejerciera durante nueve meses en 1948 con innegable dignidad, fueron sepultados en tierra venezolana, entre los máximos honores, los restos de Rómulo Gallegos. Ante ellos, en el Salón Elíptico del Capitolio Federal, otro ilustre expresidente, que desaparecería al cabo de muy pocos años, Raúl Leoni, pronunció palabras que quiero recoger en este prólogo: “Aquí estamos hoy, ante sus restos, viviendo una vida cívica como él la quiso, como él la deseó, como él la enseñó. Aunque aún no sea perfecta y no lo será quizás en mucho tiempo o nunca, pero el camino recto de las instituciones es el que estamos transitando hoy y seguiremos firmemente por él. Su cuerpo bajará a la tumba rodeado de un pueblo libre que sabe ejercer sus derechos, que no se abstiene, que no duda y que no vacila para reclamarlos”.
Los honores que se le rindieron podrían interpretarse como la más cabal realización de los ideales que iluminaron su obra maestra, esta novela estupenda que nuevamente se va a editar ahora, después de haberse traducido a muchas lenguas, y que se seguirá editando y se seguirá leyendo por las generaciones como un mensaje de superación creadora.
Cuando ocurrió el deceso, pensé que era mi deber decir unas palabras en nombre del país entero. Al pronunciarlas, me sentí como la voz de todos y cada uno de los venezolanos, y fue en nombre y representación de esa comunidad total, como afirmé: “Está de pie la patria para despedir a Rómulo Gallegos, cuyo espíritu parte, en alas de la gloria, en vuelo firme hacia la eternidad. Su cuerpo baja a la misma tierra que él interpretó mejor que nadie, para confundirse con ella. Al enrumbarse definitivamente por la historia, le acompaña la oración que brota de la fe sencilla de su pueblo. Y al lanzarse a la que, usando sus palabras, podría llamarse ‘inmensidad bravía’, esté seguro que van en su alforja peregrina, la gratitud y el afecto inmarchitable de sus compatriotas.
“Me toca decir a sus despojos mortales el adiós de todos los venezolanos. De todos, sin la menor sombra de discriminación. De los venezolanos, congregados ante su féretro en consenso unánime, capaz de reunir, junto a sus condiscípulos, a los nietos de quienes fueron sus alumnos, junto a sus colegas en la andanza enaltecedora de las letras, a los toscos y sanos campesinos descritos por él en sus novelas; junto a quienes tuvieron el privilegio de ser sus compañeros de filas, en la importante organización política que contribuyó a fundar y a la que dio la fama conquistada por su nombre, a los demás, que no estuvieron en su misma trinchera en horas de combate. Hablo en nombre de todos, para decirle que su recuerdo lo guardaremos con legítimo orgullo, porque él contribuye a enaltecer el gentilicio nacional”.
Este testimonio, lejos de amenguar con el tiempo, crece cada día. Y en medio de sus dicho y sus obras, en medio de sus hazañas y de sus esfuerzos (esfuerzos y hazañas fueron, en cierto modo, para él la expresión sintética del acontecer venezolano sobre la inmortalidad de la llanura), queda este libro, que para mí, como para muchos venezolanos, es el mejor testimonio de su amor por Venezuela y de su genial capacidad de escritor. Queda aquí Doña Bárbara con sus páginas abiertas para lectores siempre nuevos, siempre ávidos de disfrutar hasta el último sorbo de la realidad venezolana, dispuestos, como la llanura, a abrir horizontes ilimitados a sus ilusiones y posibilidades sin fin a su acción liberada y generosa.
Kavanayén (La Gran Sabana), febrero de 1978.
No comments:
Post a Comment