Venezuela se ha convertido en espectáculo penoso para el mundo. Lo cual implica la tremenda responsabilidad nacional de cambio y reconstrucción. El papa lo acaba de poner de relieve.
Nuestro país fue el único de este continente mencionado por el papa Francisco en su Mensaje Urbi et Orbi del pasado Domingo de Pascua, en el balcón central de la Basílica de San Pedro, al hacer un recuento de graves dolores actuales de la humanidad. En una circunstancia, por tanto, de máxima significación para la Iglesia y de universal cobertura comunicacional.
El papa recogió en sus palabras el clamor de “los hambrientos y sedientos, los extranjeros y los encarcelados, los marginados y descartados, las víctimas del abuso y la violencia”. El inventario fue amplio: desgarramiento de Siria; enfrentamiento de pueblos y culturas en las zonas de la cuenca del Mediterráneo y de Medio Oriente; conflicto en la Tierra Santa; guerra en Ucrania; víctimas del terrorismo en diferentes partes del mundo; tensiones políticas y sociales que laceran al continente africano; la muchedumbre cada vez más grande de emigrantes y refugiados. Francisco precisó lugares y acentuó aspectos de estas tragedias.
El inventario incluyó también a cristianos perseguidos por la fe, así como a “quienes en nuestras sociedades han perdido toda esperanza y el gusto de vivir, a los ancianos abrumados que en la soledad sienten perder vigor, a los jóvenes a quienes parece faltarles el futuro”. El Autor de la encíclica Laudato Sí expresó su preocupación por la Tierra “tan maltratada y vilipendiada por una explotación ávida de ganancias” y en particular por las zonas afectadas en virtud del cambio climático.
Al hacer este triste recuento Francisco volcó su mirada “sobre el pueblo venezolano, en las difíciles condiciones en las que vive”. ¿Difíciles condiciones? El papa tiene abundante información –me consta personalmente– de lo que aquí sucede. ¿Terrorismo y violencia? La masacre de Tumeremo es un botón de muestra de la hemorragia diaria. ¿Enfrentamientos? El régimen ha partido el país con represión, exclusión, odio, presos políticos. ¿Hambre y sed? Colas inhumanas para comprar caro lo que no se produce ni se encuentra; y lo de agua y luz se descuidó. ¿Emigrados y refugiados? El SS XXI ha forzado el éxodo de infinidad de compatriotas. ¿Inclemencia con la naturaleza? Guayana sufre. La lista se extiende.
El papa, sin embargo, no se encerró en la congoja. Comenzó precisamente su mensaje subrayando el sentido amoroso de la Pascua. Solo Dios –afirmó– puede llenar el vacío del corazón contemporáneo, que provoca odio y muerte, “y hacer que no nos hundamos, y que podamos seguir avanzando juntos hacia la tierra de la libertad y de la vida”. A la luz de la victoria de Cristo, quien nos “sacó de la esclavitud a la libertad, de la tristeza a la alegría, del luto a la celebración, de la oscuridad a la luz, de la servidumbre a la redención”, invitó a invocar el auxilio divino y a trabajar por una convivencia fraterna, pacífica.
El párrafo que dedicó Francisco a Venezuela y que debemos deletrear corresponsablemente es el siguiente: “Dios ha vencido el egoísmo y la muerte con las armas del amor; su Hijo, Jesús, es la puerta de la misericordia, abierta de par en par para todos. Que su mensaje pascual se proyecte cada vez más sobre el pueblo venezolano, en las difíciles condiciones en las que vive, así como sobre los que tienen en sus manos el destino del país, para que se trabaje en pos del bien común, buscando formas de diálogo y colaboración entre todos. Y que se promueva en todo lugar la cultura del encuentro, la justicia y el respeto recíproco, lo único que puede asegurar el bienestar espiritual y material de los ciudadanos”.
Francisco nos desafía a los venezolanos. A orar y convertirnos. No asume lo que nos corresponde. No explicita la necesidad de cambiar el régimen imperante. Pero la implicita cuando habla de promover unos valores y una cultura que se contradicen con el actual régimen monopólico, empobrecedor, corrupto, opresor, de pretensión totalitaria.
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