Mujer inteligente, a quien tengo en aprecio, la canciller de Colombia, María Ángela Holguín, asume una declaración que, en buena ley, no le es propia sino la prolongación de lo que piensa su gobernante neogranadino, Juan Manuel Santos: “No confiamos en la Corte Internacional de Justicia”.
Sin embargo, por ser el órgano de las relaciones exteriores colombianas, el peso de su decir y sus ominosas consecuencias internacionales –o acaso por constatar lo evidente– la arrastran hacia el juicio de la historia.
Un país con una tradición institucional tan arraigada en lo jurídico, que logra sobreponerse y sostener su tejido e identidad nacional en medio de la más cruenta guerra que otro haya sufrido –son más de 60 años– y por ser la obra de una colusión entre el fanatismo ideológico y el narcoterrorismo, da un muy mal ejemplo. Lo declarado por Holguín, desde Santiago de Chile y al prestigioso diario El Mercurio, en nada ayuda al rescate de lo perdido; es decir, hace más gravoso el reencuentro necesario con el valor de la justicia para el sostenimiento de la paz social y la gobernabilidad global.
Sea cual fuere la insatisfacción del Estado colombiano por las resultas del fallo que, en 2012, resuelve su problema limítrofe con Nicaragua, el lanzar un manto de duda sobre la confiabilidad de los jueces de La Haya, cuya elección y requisitos de autoridad profesional e independencia es de los más complejos que se conozcan, no es poca cosa. Cree María Ángela salvaguardar así la dignidad soberana de su país; pero esta de nada vale dentro de un contexto de relativización del sistema internacional y su relajamiento manifiesto.
La experiencia del tiempo previo a la Primera Gran Guerra del siglo XX y su tiempo posterior hasta que concluye la Segunda con el Estatuto de San Francisco, en 1945, demuestra bien que, a falta de un orden público internacional y su garantía institucional por sobre la añeja soberanía principesca de los Estados –derivada en competencias nacionales reguladas y sometidas al Estado de Derecho mundial– lo que queda o resta es el “ojo por ojo, diente por diente”.
Y cabe preguntarse, ¿qué diferencia acusa esta postura contumaz –por razonada que fuese desde el ángulo doméstico– con la que otrora predica Hugo Chávez Frías y ejecuta su causahabiente, Nicolás Maduro Moros, al desafiar y declarar no ejecutables en Venezuela, por idénticas razones, los fallos de la Corte Interamericana de Derechos Humanos?
La cuestión no es baladí, si acaso se considera –y parece no serlo– que los ingentes problemas y desafíos que plantea la globalización y las amenazas demenciales que, en el mismo orden, esta apareja, como la criminalidad y el terrorismo transnacionales, mal pueden resolverse en el marco de una sociedad mundial primitiva y dislocada; como aquella que, a partir de 1648, se forja con soberanías yuxtapuestas e impermeables dentro de las que cada gendarme de ocasión hace de las suyas, hacia dentro y, hacia fuera apenas sostiene con sus pares meras relaciones de conveniencia.
¡No hay espacio del planeta que, con un patriotismo de bandera a cuestas, pueda sentirse invulnerable ante el mal absoluto o se crea capaz, por sí solo, de acceder a los beneficios del árbol de la ciencia durante el siglo que ya corre!
La sana crítica del sistema judicial internacional –que en modo alguno es el Sancta sanctórum de Jerusalén– es lo pertinente, en modo de que ajuste su doctrina y la desarrolle en el marco del debate necesario entre los Estados partes; como pertinente es señalar que las falencias individuales de los jueces internacionales es obra directa de sus electores, los mismos Estados.
Lo que sí revela, por su autoridad personal y el del país que representa, lo afirmado por la canciller Holguín es, nada más y nada menos que, lo que con atinado lenguaje académico y también descarnado predica en su momento Benedicto XVI; cuya salud, por cierto, desmejora al paso de sus años, como ayer lo reseña la prensa global. Ha llegado –según el papa emérito Razinger– la dictadura del relativismo, del propio yo y sus ganas; cuestión central que urge abordar con seriedad, pues, en efecto, allí se juega su futuro la humanidad frente al riesgo de la disolución: ISIS y Venezuela son apenas los síntomas minúsculos de una enfermedad que hace metástasis.
Tanto es así que, a fuerza de relativización y postergación de valores fundantes, hijos de la razón y que, a lo largo de la historia de los hombres y de los pueblos, animan el comportamiento social y de las culturas, hoy se construye el futuro, vaya usted a saber cuál, en mesas donde transan y dialogan como pares la ley y el crimen, el terrorismo y la democracia. Así que, por lo pronto, los jueces y la justicia, se encuentran desempleados.
Nota del Blog: La respuesta de María Ángela Holguín al artículo anterior puede verse en la siguiente entrega o en el siguiente enlace:
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