Se supone que el Poder Judicial debe resolver las controversias que se le sometan aplicando exclusivamente el Derecho, de acuerdo con su leal saber y entender, sin interferencias externas, y sin recibir instrucciones o verse expuesta a presiones o influencias de cualquier ente o persona. Pero ese estándar no se aplica en Venezuela porque el Poder Judicial ha estado al servicio del Ejecutivo.
Cuando una persona acusada de haber cometido un delito es sometida a juicio, se enfrenta a la maquinaria del Estado.. El trato que se dispensa a una persona cuando se la acusa de un delito demuestra efectivamente hasta qué punto un Estado respeta los derechos humanos individuales y el Estado de Derecho. En Venezuela el Poder Judicial ha sido utilizado para perseguir a la disidencia y al ciudadano.
La apertura de procedimientos penales para intimidar y eliminar a opositores políticos, utilizando de forma distorsionada el derecho penal ha sido constante. Pero esta circunstancia también se extendió al ciudadano que por el simple hecho de disentir terminó criminalizado. El resultado: 76 líderes políticos presos como Manuel Rosales, Leopoldo López, Daniel Ceballos, Antonio Ledesma, Rosmit Mantilla y miles de ciudadanos enjuiciados por protestar.
La manipulación fraudulenta de la ley penal ha tenido diversas variantes. Las más comunes son el encarcelamiento de personas a quienes se les atribuye la comisión de delitos graves establecidos en leyes contra la corrupción, el terrorismo, drogas, o el Código Penal, con lo cual quedan estigmatizadas y encarceladas sin formula de juicio, por haber presuntamente cometido un inexistente delito grave.
En realidad, este tipo de maniobras sólo pueden ser posibles cuando no existe Estado de Derecho, ni autonomía, independencia e imparcialidad del Poder Judicial. También cuando se utiliza el poder punitivo del Estado para hostigar y estigmatizar al ciudadano, defensores de derechos humanos y periodistas. Así quedó registrado en el último informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
En una situación normal las víctimas del abuso de los fiscales y jueces pudieran simplemente acudir ante un juez, para que administre correctamente justicia con estricto apego a los derechos y garantías establecidas en la Constitución y tratados internacionales en materia de derechos humanos. Es decir, investigar los hechos, sancionar a los verdaderos responsables y obtener una reparación integral adecuada, efectiva y oportuna.
Si existiera autonomía del Poder Judicial y separación de los poderes, lo lógico sería que las víctimas de la errónea e intencional utilización del proceso penal estuvieran la libertad y los victimarios (jueces y fiscales) investigados o sancionados. Sin embargo, ante la sumisión del Poder Judicial al Ejecutivo la única forma de darle respuesta a las víctimas de los jueces y fiscales que se han prestado a la violación de derechos humanos es a través de una ley de amnistía.
Frente a esta especie de autoritarismo judicial, la Asamblea Nacional reivindica los derechos de aquellas personas presas por motivaciones políticas, aquellas a quienes les han inventado delitos, fabricado testigos, sembrado pruebas y no se les permitió alegar y probar su inocencia. La única forma de sacarlos de la cárcel es con una ley que extinga la responsabilidad penal de quienes en realidad son víctimas del Poder Judicial y del Ministerio Público.
La Ley de Amnistía y Reconciliación Nacional aprobada este martes en segunda discusión por la Asamblea Nacional no es una ley que fomenta la impunidad como señala el gobierno. Por el contrario, es una ley que garantiza la justicia y la libertad de aquellas personas que han sido víctimas de las manipulaciones de representantes del Poder Judicial y del Ministerio Público, como las confesadas por el ex magistrado Eladio Aponte, en el caso de Manuel Rosales, y el ex fiscal Franklin Nieves, en el de Leopoldo López.
No es una ley de autoamnistía como aquella promulgada mediante la Gaceta Oficial No. 36.934 de fecha 17 de abril de 2000, que favoreció a todas aquellas personas vinculadas al golpe de Estado el 4 febrero de 1992, y que, por cierto, constituyó un verdadero conflicto interno en el que resultaron muertos cientos de inocentes.
A pesar de lo señalado por el presidente de la República y la amenaza de impedir la promulgación de la ley de amnistía dictada por la Asamblea Nacional, de acuerdo al mandato de la carta magna, una vez que la Asamblea Nacional aprueba una Ley y su presidente la declara “sancionada”, lo que corresponde es su promulgación. En otras palabras, el soberano a través de sus representantes en la Asamblea Nacional sancionó una ley.
Una vez que el presidente recibe el texto aprobado por la Asamblea, puede formular observaciones para que la Asamblea decida si las considera o no. Una vez que la Asamblea Nacional remite de nuevo el texto aprobado al Ejecutivo, solo tiene la opción de promulgarla; de lo contrario, la Asamblea Nacional podrá promulgarla por sus propios medios, a través de su presidente y sus dos vicepresidentes, sin perjuicio de referirse a la responsabilidad en que incurriere el presidente de la República por su omisión
El Presidente de la República también amenazó con acudir a la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia para anular la ley. Pero, esta instancia judicial no puede ir en contra de la voluntad del pueblo y solo tiene el mandato de verificar si la ley cumplo o no con los estándares previstos en el artículo 29 constitucional, específicamente en lo que respecta a las violaciones graves de derechos humanos y los delitos de lesa humanidad.
La Ley de Amnistía y Reconciliación Nacional no favorece violaciones graves de derechos humanos y del derecho humanitario, como sí ocurrió con la ley autoamnistía de año 2000 que amparó hechos derivados de un conflicto armado interno propiciado por un golpe de Estado, y que abiertamente violó el espíritu del Protocolo II Adicional a los Convenios de Ginebra de 1949, relativo a la protección de las víctimas de los conflictos armados sin carácter internacional, ratificado por Venezuela el 23 de julio de 1998.
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