Hace tres semanas, al anunciar que la oposición impulsaría desde la calle los mecanismos constitucionales necesarios para producir un cambio pacífico y democrático de gobierno, Jesús Chúo Torrealba aclaró, sin que nadie se lo hubiera pedido, que lo haría “sin máscaras ni piedras”.
¿Cuál fue la razón de esta advertencia innecesaria? ¿Garantizarle al gobierno que la MUD no caería en la trampa “radical” de las manifestaciones que durante meses estremecieron la conciencia cívica de Venezuela en 2014? ¿Que a fin de cuentas la dirigencia opositora comparte la tesis oficial de que la culpa de la sangre derramada por docenas de muertos y centenares de heridos durante aquellas jornadas de protestas le corresponde al talante violento de la indignación juvenil? ¿O es que aquella masiva expresión de legítima rebeldía ciudadana reclamando justicia y democracia respondía en verdad a los perversos planes golpistas del imperio yanqui contra el pueblo venezolano, argumento empleado por los jerarcas de la muy mal llamada revolución bolivariana para criminalizar a sus adversarios políticos que no ajusten sus pasos a los sones que se dictan desde Miraflores?
Tras la pausa de Semana Santa me parece necesario evocar la penosa experiencia de la política opositora en torno al revocatorio y señalar mi temor a que repetirla ahora no sería una manera nueva y oportuna de hacer oposición, sino todo lo contrario.
Recordemos, pues, que después de los sucesos del 11 de abril y el paro petrolero de diciembre de 2002, el porvenir político de Venezuela lucía incierto. Esa era razón suficiente para que la comunidad internacional comenzara entonces a estimular a los factores políticos y sociales de la oposición a descartar cualquier camino que no fuera el de las negociaciones y los acuerdos para enfrentar a Hugo Chávez, siempre sin poner en peligro la estabilidad interna del todavía quinto exportador mundial de petróleo. En el marco de este ajuste estratégico de Estados Unidos y Europa, el 18 de junio de 2004 se produjo una sorprendente reunión de Chávez con Gustavo Cisneros, hasta ese momento acusado por el propio Chávez de ser el capo de todos los capos golpistas, quien acudió al encuentro en compañía del ex presidente estadounidense Jimmy Carter.
Tres días después llegó al país William Ury, profesor de Harvard en eso de propiciar el entendimiento entre partes que no se entienden del todo. ¿Era razonable pensar que la fugaz visita de Ury, organizada por el dúo Cisneros-Carter, bastaría para allanar la diferencia abismal que separaba a las dos Venezuela? Visión optimista y falsa de la crisis que reducía convenientemente el drama venezolano al nivel de un simple malentendido susceptible de ser despejado con facilidad gracias a la mágica imposición de manos de un taumaturgo extranjero.
Los acontecimientos por venir demostrarían que la reunión Chávez-Cisneros-Carter y el viaje de Ury sencillamente perseguían el turbio objetivo de desmontar lo que la propaganda oficial calificaba de terrorismo mediático, y que por esos días, en vísperas del referéndum revocatorio, los voceros del régimen comenzaron a llamar asimetría informativa. Es decir, que la auténtica misión de Ury en Caracas tenía una intención similar a la que el año anterior tuvo Francisco Diez, representante del Centro Carter en Venezuela, cuando se propuso establecer un relativo equilibrio informativo en los medios de comunicación privados y favorecer así la causa del oficialismo.
Esta lamentable complicidad se hizo muy palpable el 25 de junio, una semana exacta después del encuentro Cisneros-Chávez, día en que Ury y Diez, en un comunicado conjunto, expresaron su satisfacción por los acuerdos alcanzados entre el gobierno y los medios de comunicación. Un paso decisivo en la estrategia de Chávez, que se consolidaría muy pronto con la aprobación de la infame Ley de Responsabilidad Social en Radio y Televisión, su primera y mortal maniobra política para sacar al pueblo de las calles y liquidar la esperanza de restaurar la democracia en Venezuela.
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