A raíz de los recientes ataques terroristas en Bruselas, han sido publicadas noticias según las cuales grupos islamistas han intentado penetrar la seguridad de centrales nucleares en Bélgica y quizás otros sitios de Europa. De hecho, fue hace poco descubierto el cadáver, aparentemente producto de un asesinato, de un técnico que laboraba en uno de esos centros, donde reactores nucleares son empleados para generar electricidad comercialmente. Su pase especial de ingreso había desaparecido.
Nada de esto resulta sorprendente. El terrorismo islamista se sustenta en una ideología mítica, enfocada en causar el máximo de destrucción posible en aquellas sociedades que son percibidas como enemigas y promotoras de una cruzada contra el islam. La llamo mítica en el sentido de que se trata de una visión de las cosas desprendida de la realidad, visión que vislumbra una especie de apocalipsis y para la cual el uso de armas nucleares, químicas y biológicas a gran escala contra Occidente es un objetivo deseable y buscado con afán.
Tal vez pocos de nosotros nos hemos paseado por el tema, pero la dura verdad es que, con excepción de los atentados contra las torres gemelas en Nueva York y el Pentágono en Washington, los terroristas islamistas no han mostrado la eficacia concreta que sus más desbocados propósitos hacen esperar. Ahora bien, no van a cesar en su empeño de causar el mayor daño posible a sociedades que condenan de manera total, y a las que ansían someter de lleno en el plano espiritual y aniquilar físicamente, si no queda otra opción.
Desde luego, existe una distancia abismal entre tales deseos y su realización; no obstante, un objetivo intermedio, que en verdad ya se está cumpliendo, es el de establecer el imperio del miedo en las sociedades liberal-democráticas de Occidente, condenando a sus habitantes a una existencia signada por la permanente incertidumbre acerca de la conservación de la propia vida, en medio de ambientes sujetos a cada día más severos controles y a sistemas políticos acosados por el desencanto de la población.
En tal sentido, si bien es justo admitir los apremiantes y complejos dilemas que enfrentan los políticos democráticos en la Europa actual, también es razonable aseverar que la percepción creciente en el ánimo de la gente es que no se hace lo suficiente para reducir y eliminar la amenaza del terrorismo islamista. Las enormes fallas que han quedado de manifiesto en las operaciones de los servicios de seguridad belgas confirman tal situación de miopía e incompetencia.
Hay algo aún más grave, a mi parecer. De manera gradual, pero palpable, los electorados europeos están entendiendo que los políticos no hablan claro, que no dicen la verdad o solo la dicen a medias o la distorsionan deliberadamente, y que tratan a la ciudadanía como niños inmaduros a los que es necesario ocultarles las cosas para que la realidad no les asfixie. Quizás los políticos tienen algo de razón en esto, pero el costo consiste en una paulatina pérdida de confianza que a su vez se traduce en la ampliación del campo para propuestas más extremas. Lo que hasta ayer parecía fuera de lugar en el debate político, paso a paso se transforma en una exigencia ciudadana ante el miedo.
Dicho en otras palabras, de continuar los ataques a la manera de lo experimentado en Bruselas hace pocos días, y antes en París y otros lugares, se deteriorará inexorablemente en Europa el vínculo hobbesiano entre protección y obediencia, que a la postre sustenta todo sistema político que se pretenda viable en función del apego de las personas que le integran.
La gente está dispuesta a aceptar la autoridad de la ley, y de quienes representan la autoridad con base a normas legítimas, en la medida que sus vidas estén razonablemente protegidas, y el contexto general de su existencia cotidiana se halle sujeto a una confiable previsibilidad. De lo contrario, como ya estamos viendo en Europa, las costuras de la política democrática empiezan a aflojarse y las respuestas que antes lucían radicales se transforman en exigencias populares.
Ante la complejidad de los retos se corre el peligro de que los políticos, acorralados por la magnitud y complejidad de sus dilemas, se vuelvan conformistas y comiencen a pensar en términos de “un mínimo tolerable de violencia” como meta de sus acciones, dado que a veces pareciera que no hay forma de poner fin de manera decisiva al terrorismo islamista en el contexto europeo. El problema con esta actitud tiene dos aspectos: por una parte, es la gente, no los políticos, la que define qué es un “mínimo tolerable de violencia”. El carácter asimétrico del terrorismo implica que actos que aparentemente no son, como dijo la señora Merkel no hace mucho, una “amenaza existencial” para el sistema político, sí lo son para millones de personas arrinconadas por el miedo a sufrir el mismo destino que otros en aeropuertos, en un café, en un cine, caminando en paz por las calles o simplemente sentados en su mesa de trabajo.
Por otro lado, esa actitud conformista deja la iniciativa en manos de los terroristas, quienes son los que definen el terreno de lucha y su intensidad. Dicho de otra manera, es la capacidad operativa de los individuos y grupos terroristas la que conceptualiza el nivel de tolerancia. Hasta ahora, sus acciones han sido impactantes y abominables, pero su meta es alcanzar un plano superior de castigo. Todo conformismo es condenable frente al desafío planteado.
¿Qué hacer? Para empezar, los políticos democráticos tienen que reconciliarse con la verdad, y abandonar las posturas simplistas e inmaduras que la corrección política dominante les ha impuesto. Ello implica no solamente dejar de lado mentiras tan evidentes como las de afirmar que “no existe relación alguna entre el islam, una religión de paz, y el terrorismo islamista”, expresiones que han repetido desde Merkel hasta Hollande, pasando por Cameron, el papa y Obama. Con tales mentiras se cierra el camino hacia una actitud más directa, sin ambigüedades, y tal vez más productiva, hacia las masivas comunidades islámicas instaladas en Europa, cuya cooperación con las autoridades pareciera dejar mucho que desear.
Si los servicios de seguridad van a actuar preventivamente con éxito, necesitarán informaciones que les conduzcan a individuos y grupos radicales, y la principal fuente de inteligencia estratégica en este campo no es otro que las comunidades donde tales individuos y grupos se encuentran insertos. La excesiva condescendencia, hasta podría hablarse de ceguera, de parte de los políticos occidentales con respecto a este asunto es asombrosa, y su credibilidad se ha puesto en juego. Sin entrar en detalles que han sido comentados por numerosos expertos, en especial luego de los eventos en Bruselas, las comunidades islámicas en Europa no deben ser tratadas como si nada tuviesen que ver con los atroces planes y acciones terroristas que se llevan a cabo en nombre de su religión. E insisto: el primer paso es hablar con la verdad; de lo contrario tales comunidades, y los más radicales en las mismas, perderán por completo el respeto hacia la voluntad de las sociedades occidentales para defender sus valores y modo de vida, con el serio peligro de que acabe por quebrarse el vínculo que Hobbes, con razón, explicó como fundamental para la vida civilizada.
Nota del Blog: El artículo de Anibal Romero sobre la miseria del populismo, puede leerse en el siguiente enlace:
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