Juan Francisco Misle
En 1998 Venezuela acogió con entusiasmo la propuesta de un demagogo muy carismático que ofreció transformar radicalmente el país, “refundar la república” y producir “un hombre nuevo”. Hoy, quince años más tarde, constatamos que se trató de un experimento fallido cuyo fracaso es de la misma escala que los descomunales objetivos que se proponía alcanzar. El país que tenemos anda a la deriva. Necesitamos bajar los decibelios de la retórica oficial que sigue siendo pomposa y ridículamente desproporcionada. Si aquello no sirvió debemos preguntarnos cuál es el país que necesitamos- ¿Cómo funcionaría? ¿Sobre qué bases lo construimos?
Empecemos por lo obvio: necesitamos ante todo un país que sea social, económica y políticamente viable. Que sea realista y pragmático pero que genere entusiasmo. Un país democrático en el que impere el respeto a la ley y a las instituciones. No es quimérico el asunto, ejemplos de países así existen hoy en el mundo, incluso en nuestra región.
En ese país “aspiracional” los poderes públicos son autónomos, se controlan los unos a los otros, y gozan de un merecido prestigio social. Allí se garantiza que el gobierno surgido del voto de las mayorías jamás derive en una dictadura sobre las minorías, y esa prudencia surge del convencimiento de que las mayorías y las minorías son siempre circunstanciales y frecuentemente manipulables.
Se elige un presidente de la República para que gobierne para todos y no para castigar a aquellos que no votaron por él, o a los que se le oponen. El Jefe de Estado se considera así mismo como un servidor público, con un mandato temporal y limitado, y no como un monarca por encima de las leyes de la República. Lo mismo aplica para todos los funcionarios electos popularmente. La alternancia en el ejercicio del poder público es considerada como esencial a la democracia.
En el parlamento de ese país los representantes populares piensan y actúan en función de la nación y no del beneficio exclusivo de sus propios intereses. Allí se legisla, se discute intensamente, se contrastan ideas y visiones, y se evalúa políticamente las gestiones de los otros poderes. Los miembros de las distintas bancadas partidistas se tratan como adversarios, raras veces como enemigos. Y por cierto: los partidos políticos son consideradas las organizaciones de representación popular por excelencia, aunque evidentemente no las únicas.
Nada más peligroso que la politización de la justicia. Un país viable requiere que los jueces y tribunales se atengan exclusivamente a la Constitución y las leyes del país a la hora de juzgar actos e individuos. Los jueces cuentan con una sólida formación jurídica, pero sobre todo, son hombres probos y de incuestionable ética. Y muy importante: allí nadie va a la cárcel por sus opiniones y creencias políticas.
En ese país, tanto las informaciones como las opiniones circulan libremente, y existen pocos medios de comunicación en manos del gobierno. Éstos se dedican a informar, entretener y educar a la sociedad y están abiertos a todas las opiniones. A nadie se le ocurriría obligar a los medios a transmitir o diseminar alocuciones oficiales, mensajes o propaganda. Encadenar compulsivamente las emisoras de radio y TV está estrictamente prohibido por la ley y es rechazado abiertamente por sus ciudadanos.
Hacer carrera profesional en el sector público es considerado como un privilegio y existe una muy legítima expectativa de que los funcionarios públicos sean diligentes, honrados y cumplidores de sus obligaciones. Ellos están consientes de que su remuneración se justifica si realmente sirven al pueblo.
Los ciudadanos de ese país creen que las leyes deben proteger a los trabajadores pero sin menoscabo de los derechos legítimos de los patronos. Creen además que el gobierno debe actuar como un árbitro imparcial que evite y ponga coto a los abusos de ambas partes y que en lugar de atizar los conflictos busque conciliarlos.
En ese país la sociedad se ha convencido de que el Estado debe regular la actividad económica, pero rechaza abiertamente que éste se convierta en empresario. Las principales funciones del Estado, además de garantizar la provisión de servicios básicos fundamentales (agua, electricidad, gas) se enfocan en asegurarle a sus ciudadanos una educación de primer mundo; a desarrollar y mantener la infraestructura física del país; habilitar servicios de salud de calidad a toda la población; garantizar la seguridad ciudadana. Pero tan importante como todo eso es que las reglas que afectan la vida económica de la nación son claras, previsibles, y evolucionan a la par de los cambios tecnológicos en el mundo. Allí existe la convicción de que no existe viabilidad en el largo plazo si no se garantiza la propiedad privada, pieza clave para estimular la inversión productiva y el ahorro.
En ese país modélico la administración del Estado está visiblemente descentralizada, los gastos en educación y cultura superan con creces los gastos militares, y hay rendición de cuentas a todos los niveles. El estimulo al sector privado nacional y la promoción de la iniciativa individual es una política de estado; allí tanto los ciudadanos como las empresas son conscientes de la importancia de pagar puntualmente sus impuestos, que en ningún caso son excesivos. Tampoco se les abruma con regulaciones innecesarias. El Banco Central goza de plena autonomía y se cree en la meritocracia como sistema de ascenso social.
Si bien se reconoce que los militares no adolecen de convicciones o preferencias políticas, se les exige que se abstengan de participar en el debate político, y están subordinados al poder civil. Con las debidas excepciones, su lugar está en los cuarteles y protegiendo las fronteras. Dado que la sociedad les encomendó el poder de las armas, es preciso que sus actuaciones se ciñan al espíritu y la letra de la Constitución Nacional. En un país viable no habría tolerancia en torno a desviaciones sobre este punto.
Finalmente, pero no menos importante, es que ese país está consciente de su lugar en el mundo, así como sus limitaciones y retos, por tanto, sabe que antes que pretender ser un líder mundial debe concentrar sus energías en resolver sus propios problemas domésticos, que nunca faltan. Es una nación autónoma e independiente, sin dejar de ser solidaria. Está siempre dispuesta a cooperar con otros países en la medida de sus posibilidades, pero aprendió a no ser ingenua.
Así es el país que muchos anhelamos. Su construcción es necesariamente gradual y requiere del esfuerzo y participación de la mayoría de los ciudadanos. Causa perplejidad comprobar lo alejados que estamos hoy en Venezuela de este modelo. Seremos capaces de lograrlo algún día
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