Ningún juez del TSJ quisiera ser procesado bajo los criterios de parcialidad y opacidad con los que ese tribunal decide los asuntos de la república. No por casualidad Eladio Aponte Aponte y Franklin Nieves huyeron del país. Es cierto que estos célebres personajes tuvieron distintas motivaciones para escaparse; pero también lo hicieron porque conocían que el Poder Judicial está viciado. Al igual que todos los ciudadanos, entendieron que en Venezuela la justicia no se administra para preservar los derechos o establecer beneficios y castigos con equidad, sino para colocar grilletes a las libertades individuales y colectivas. Por lo demás, los magistrados del TSJ no hacen ningún esfuerzo por modificar esa percepción; al contrario, sin esconderse deciden con arbitrariedad. Incluso, han dejado claro que están listos para bloquear cualquier resolución parlamentaria que contravenga los intereses de los jefes del gobierno y del PSUV. Para ellos lo jurídicamente correcto es lo que ordena la élite oficial.
Igual que en la Alemania nazi, en Venezuela el edificio jurídico está al servicio del poder político. Porque los magistrados del TSJ están comprometidos con el modelo que Maduro preside buscan acorralar en un laberinto legal al pueblo y a quienes desde la Asamblea pudieran ayudar a torcer el rumbo del gobierno.
El TSJ es una de las columnas en las que el Estado rojito afinca su estabilidad. De allí que hay una contradicción insalvable entre la visión de los magistrados y la que tienen los diputados de oposición. Esa incongruencia es lo que permite afirmar que la mayoría parlamentaria estará obligada a legislar por convicción democrática; pero su mayor esfuerzo tendría que centrarlo en la construcción de un nuevo contrato social. Después de todo, cualquier venezolano está en capacidad de entender que el poder de la Asamblea rendirá mayores frutos si se utiliza para investigar, presionar y avanzar hacia una transición antes que para mantener un duelo con el TSJ.
A lo mejor corresponde que los diputados opositores dejen un poco las tribunas y micrófonos de la Asamblea y salgan a preparar con la gente la transición. El momento es para acompañar y posicionar la voz de la multitud; entre otras cosas porque lo probable es que los ciudadanos se movilicen para reclamar la renuncia de Maduro cuando experimenten que sus deseos y opiniones son igualmente compartidos por sus amigos y vecinos. No se puede perder de vista que los vínculos emocionales entre familiares, amigos y vecinos son la mecha que prende los movimientos de cambio social.
Es en el terreno comunitario, local y regional en el que hay que ubicar el debate y la publicidad sobre el cambio. Ahora bien, colocar a la población en la primera línea del combate es algo más que invitarla a marchas, mítines o al activismo de calle; tampoco es convocarla para que vote cada vez que haya elecciones. Cuando la participación se reduce a la presencia en actos proselitistas en algún sentido el ciudadano percibe que se degrada el poder de lo que quiere y puede aportar. La idea misma de participación tiene una fuerza moral que necesita canalizarse: quienes terminan resteándose por el ideal de cambio son aquellos que al calor de la participación política en sus comunidades y organizaciones renuevan su autovaloración, autorrespeto y, por supuesto, la autoconfianza.
El reto que tiene la oposición es convertir al pueblo en protagonista del cambio. Después de lo ocurrido en estos primeros meses del año, nadie debería tener dudas de que cualquier fórmula para desplazar al gobierno implicará que la alianza de partidos que representa la MUD se transforme en un acuerdo amplio y plural; esto es, en un pacto nacional para la transición.
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