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El discurso de este escritor era a la vez apocalíptico,
risueño e integrado
Juan Cruz
El País
Febrero 20, 2014
http://cultura.elpais.com/cultura/2016/02/20/actualidad/1455951648_528798.html?rel=cx_articulo#cxrecs_s
Umberto Eco era una inteligencia imparable, un hombre imponente. Su memoria parecía una máquina nueva siempre, su discurso era a la vez apocalíptico, risueño e integrado; no dejaba que la melancolía que persigue a todo semiótico le rompiera la velocidad del pensamiento, y se reía del mundo a la vez que explicaba su podredumbre. Pasó así con su último libro, Número cero, una sátira redonda y picuda a la vez sobre el oficio del periodismo en tiempos de Internet. Él no escribía para entretener, sino para entretenerse, y no dejó nunca de inventar fórmulas para desmentir la solemnidad de los poderosos, en su país y en cualquier sitio, y de los lugares comunes, que fueron su bestia negra.
En ese libro, Número cero, integró algunas de sus columnas, que llamaba bustinas, para construir un fresco insolente pero real de los peligros a los que se asoma este oficio de explicar la realidad. El periodista puede ser corrupto sin saberlo y sabiéndolo, y puede ser sumamente farsante e ignorante, puede el poder utilizarlo y él puede utilizar al poder, y no necesariamente las nuevas tecnologías de que dispone van a mejorar su relación con las bases viejas en las que se sustenta el oficio.
El resultado de esa mescolanza de imaginación y columnas incluyó a Mussolini y a Berlusconi en una especie de fresco divertido e inquietante que nosotros, los periodistas, no leímos con vergüenza ajena sino con la propia vergüenza de estar ante un análisis y un aviso del abismo que nos conmueve.
La salida de ese libro fue la última vez que vi a Umberto Eco, en su casa de Milán, el año pasado; otros años nos habíamos visto allí, una vez probándose, para Jordi Socias, el fotógrafo, un borsalino, y riendo y bebiendo whisky y tomando espagueti en su restaurante favorito, I Quattro Mori, al lado de su casa espaciosa, llena de libros bien ordenados, sentados ante una mesa para seis en la que estábamos tres; pero las manos de Eco, lo que desplegaba, era tan poderoso, su presencia, aparentemente asmática entonces, sus ojos atentos y vitales, que taladraban lo que tú le ibas diciendo, lo dominaba todo; necesitaba, como los grandes hombres imperiales, media mesa para él solo; a veces anotaba lo que le respondías a sus preguntas, sacaba las manos hacia delante como si se apoderara de ella, y cuando no anotaba sacaba su pañuelo grande y blanco para limpiarse el sudor abundante que marcaba su frente espaciosa.
En ese momento, hace algunos años, hablábamos de Europa, de su porvenir, de los Erasmus, de la cultura sobresaltada de un continente que se estaba aislando a sí mismo creyendo que se iba a abrir, y había inventado una fórmula para seguir bebiendo whisky: probablemente el médico le había aconsejado que tomara menos whisky, o que solo tomara whisky si quería tomar alcohol. Y esa receta fue suficiente para que siguiera bebiendo whisky, en vaso corto, sin hielo, como si estuviera acompañando los espaguetis con una medicina.
Eso fue hace unos años. Esta vez, el último invierno de 2015, ya Umberto Eco bebía menos, reía menos, estaba sumido en el ensimismamiento de los que quizá piensan en una obra nueva, o en alguna melancolía no resuelta. Esta vez también fuimos a I Quattro Mori; y vinieron con nosotros su traductora española, su alumna Helena Lozano, que trabajó con él y compartió su risa y su enseñanza hasta el agotamiento, su ayudante Manuela Melato, y el esposo de esta, el pintor mexicano Fernando Leal. No era raro que en las comidas, desde siempre, Umberto Eco se ausentara de vez en cuando, sentado en la propia mesa, como si las luces de la semiótica y otras luces con las que miraba la vida le llevaran por caminos interiores, por vericuetos que consideraba complejos o intrincados. Entonces se callaba y nosotros seguíamos hablando, de gatos, sobre todo, pues Leal había descubierto asociaciones insólitas entre los mininos y su arte. Eco de vez en cuando regresaba al estrado de la mesa y apuntaba, corregía, señalaba elementos con los que completaba las metáforas del artista. Y luego callaba otra vez, pendiente de todo, pero lejos de todo en esos instantes.
En julio de ese año pasado un bromista agorero de no sé dónde anunció en la red de Internet, como si perpetrara una venganza, que había muerto Umberto Eco. Me alertó de la noticia, que luego fue rematadamente falsa, Milena Busquets, que desde niña se crio cerca de la presencia de Eco; su madre, Esther Tusquets, fue la editora española, la gran amiga del semiótico italiano; así que compartimos los primeros minutos de esa incertidumbre como si se tratara de la noticia imposible de la muerte de un familiar muy próximo; de hecho, Umberto Eco es, desde Apocalípticos e integrados, cuando nuestra generación estaba en la universidad, hasta este Número Cero, un filósofo de nuestra propia edad o naturaleza, un hombre de este tiempo que siempre fue lúcidamente contemporáneo, rabiosamente útil para poner a punto la mirada distraída que aconseja uno de sus más conspicuos amigos españoles, Juan Cueto, o para destruir los lugares comunes de la mala inteligencia. Era una luz que llevaba nuestra mirada adonde quisiera. Otro de sus seguidores más fieles, el español Jorge Lozano, lo atrajo muchas veces a la vida y a la realidad española, así que era Eco tan europeo, tan mundial y tan español que cuando lo veías o lo buscabas siempre tenía algo que decir de lo que pasaba aquí porque siempre tuvo algo que decir de lo que pasaba en cualquier sitio.
Era una mente poderosa; cuando publicó El péndulo de Foucault, que no tuvo la trascendencia popular insólita que alcanzó su genial divertimento mayor, El nombre de la rosa, decidió irse a descansar al lago de Como, rodeado de silencio y gimnastas ricos; pero él seguía su rutina, su whisky, su sudor pausado, su vida intelectual sanísima dedicada a la destrucción sistemática (y semiótica) de los lugares comunes. Para hacerlo, como nuestro Fernando Savater, como el ya citado Cueto, como Jorge Luis Borges, utilizaba apólogos o preguntas, y reía luego porque tú te quedabas sin palabras tratando de buscar por dentro el significado de las palabras que él ponía para que tú cayeras en los pozos abiertos por su inteligencia. Después reposaba, te miraba como si él se estuviera yendo, y seguía ahí, con su mano detrás del asiento, echado en los butacones como si estuviera respirando los pensamientos de un ensimismado risueño.
En aquel momento en que nos dieron la noticia falsa de su muerte creí que esa falsedad conjuraba cualquier susto así en el futuro. Pero ha muerto ahora, ha muerto Umberto Eco y he sentido que lo escuchaba reír solo cuando se quedaba ensimismado en I Quattro Mori. Un sabio que sabía todas las cosas simulando que las ignoraba para seguir estudiando.
Juan Cruz Ruíz (Puerto de la Cruz, Tenerife, 1948). Comenzó su carrera como periodista a los 13 años en el semanario Aire Libre. En la U de La Laguna se licenció en Periodismo e Historia. Después trabajó en los diarios locales La Tarde y El Día. En 1976 fue uno de los fundadores del diario El País, donde comenzó a trabajar como corresponsal en Londres. En su primera etapa en el diario fue también jefe de Cultura y Opinión. Fue coordinador de los proyectos del Grupo Prisa y director de Comunicación del Grupo Santillana. Después, regresó a El País, diario en el que hoy es adjunto a la dirección. Se estrenó como novelista en 1972 con Crónica de la Nada hecha pedazos, que obtuvo el premio Benito Pérez Armas. Con su última obra, Egos revueltos, obtuvo el premio Comillas de Historia, Biografía y Memorias. Su blog Mira que te lo tengo dicho ha estado colgado desde 2006 en elpais.com y aparece ahora en la web de cultura de El País. En cultura ha desarrollado gran parte de su trabajo en El País. Sobre esa experiencia scribió un libro, Una memoria de El País y sobre su trabajo como editor publicó Egos revueltos, una memoria personal de la vida literaria, que fue Premio Comillas de Memorias de la editorial Tusquets. Otros libros suyos son Ojalá octubre y La foto de los suecos. Sobre periodismo escribió Periodismo. ¿vale la pena vivir para este oficio?. Sus últimos libros son Viaje al corazón del fútbol, sobre el Barça de Pep Guardiola, y Contra el insulto, sobre la costumbre de insultar que domina hoy en el periodismo y en muchos sectores de la vida pública española. En la actualidad ocupa el cargo de adjunto a la dirección del diario El País.
Umberto Eco (Alessandria, Piamonte, 1932) Semiólogo y escritor italiano. Se doctoró en Filosofía en la Universidad de Turín, con L. Pareyson. Su tesis versó sobre El problema estético en Santo Tomás (1956), y su interés por la filosofía tomista y la cultura medieval se hace más o menos presente en toda su obra, hasta emerger de manera explícita en su novela El nombre de la rosa (1980). Desde 1971 ejerce su labor docente en la Universidad de Bolonia, donde ostenta la cátedra de Semiótica.
Se pueden definir dos presupuestos clave en la amplia producción del autor: en primer lugar, el convencimiento de que todo concepto filosófico, toda expresión artística y toda manifestación cultural, de cualquier tipo que sean, deben situarse en su ámbito histórico; y en segundo lugar, la necesidad de un método de análisis único, basado en la teoría semiótica, que permita interpretar cualquier fenómeno cultural como un acto de comunicación regido por códigos y, por lo tanto, al margen de cualquier interpretación idealista o metafísica.
Teniendo en cuenta este planteamiento, se puede comprender el porqué de la variedad de los aspectos analizados por Umberto Eco, que abarcan desde la producción artística de vanguardia, como en Obra abierta (1962), hasta la cultura de masas, como en Apocalípticos e integrados (1964) o en El superhombre de masas (1976).
A la sistematización de la teoría semiótica dedicó, sobre todo, el Tratado de semiótica general (1975), publicado casi al mismo tiempo en Estados Unidos con el título de A Theory of Semiotics, obra en la que el autor elabora una teoría de los códigos y una tipología de los modos de producción sígnica.
Durante los años del auge del estructuralismo, Eco escribió, enfrentándose a una concepción ontológica de la estructura de los fenómenos naturales y culturales, La estructura ausente (1968), que alcanza su óptima continuación en Lector in fabula (1979). En esta última obra, efectivamente, se afirma que la comprensión y el análisis de un texto dependen de la cooperación interpretativa entre el autor y el lector, y no de la preparación y de la determinación de unas estructuras subyacentes, fijadas de una vez por todas.
Algunos conceptos básicos del Tratado, en cambio, fueron estudiados nuevamente, discutidos y, en ocasiones, modificados por el propio autor en una serie de artículos escritos para la Enciclopedia Einaudi y recogidos después en Semiótica y filosofía del lenguaje (1984). El concepto de signo, especialmente, abandonando el modelo propio "de diccionario" por un modelo "de enciclopedia", ya no aparece como el resultado de una equivalencia fija, establecida por el código, entre expresión y contenido, sino fruto de la inferencia, es decir, de la dinámica de las semiosis.
A estas obras teóricas se añaden los volúmenes en los que Umberto Eco ha reunido escritos de circunstancia y artículos de actualidad, tales como Diario mínimo (1963), que contiene los conocidos Elogio di Franti y Fenomenologia di Mike Bongiorno; Il costume di casa (1973); Dalla periferia dell'impero (1976) y Sette anni di desiderio (1983).
En 1980 dio a conocer la novela El nombre de la rosa, antes citada, de ambientación medieval e inspirada en el subgénero policiaco, en cuyas páginas se combinan a la perfección todos los temas teóricos de la obra de Eco, con una adecuada reconstrucción histórica como escenario de una imaginativa trama y de un sólido arte narrativo.
Se trata de un denso relato que transcurre en una abadía medieval italiana y donde, con una estructura similar a la de las novelas policiacas, el protagonista, un fraile inglés llamado Guillermo de Baskerville, indaga en una serie de asesinatos y llega a descubrir al autor y a los inductores de todos ellos.
Este largo relato, escrito bajo la advocación de J. L. Borges (convertido en el bibliotecario ciego de la narración), es un genial pastiche de diversas formas literarias: la novela negra, el género histórico, la imitación de estilos medievales o humorísticos de la historieta contemporánea. Gran parte del éxito de la obra, que se convirtió en un best-seller europeo, reside en la perfección de la escritura, que mezcla con habilidad las citas con los materiales originales, dando forma a un paradójico catálogo de la posmodernidad, en la que cualquier creación nace del sentimiento, según Eco, de que "todo ya ha sido dicho y escrito".
El péndulo de Foucault (1988), el segundo relato del autor, intentó recrear la tradición hermética, ocultista y masónica como metáfora de la irracionalidad superviviente en los contemporáneos movimientos terroristas y en las mafias económicas. Aunque también traducido y vendido en todo el mundo, no gozó del favor de los críticos y los lectores. Como tampoco despertó juicios favorables La isla del día antes (1994), su última novela publicada. En mayo de 2000 fue galardonado con el Premio Príncipe de Asturias.
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