Los manuales de economía suelen definir la inflación como el alza generalizada de precios, y clasificarla según si este incremento es lento, mediano o acelerado. La caracterización es correcta, pero no incluye todo lo que es la inflación. A partir de cierto momento de la aceleración del aumento de los precios, que ya sobrepasamos hace tiempo, la inflación pasa a ser la anarquía en la fijación de los mismos. Tal anarquía significa que no existe un principio o un criterio para determinarlos. De manera que usted puede encontrarse con los precios más disímiles para el mismo producto, dependiendo de circunstancias fortuitas tales como el lugar en que se encuentre, la persona con la que esté tratando, la información que posea o el azar.
La experiencia no es necesario relatarla porque la vivimos diariamente. El arroz, por decir algo, que en tal parte vale diez se consigue tres veces más caro en otra parte y más allá no se consigue y puede llegar a cualquier monto, pero se cotiza a un bajo precio regulado inaccesible.
Etimológicamente anarquía significa la falta (ana) de un criterio o principio (arjé o arqué, del griego antiguo) regulador. Tenemos todo tipo de instituciones y burócratas dedicados a regular los precios, de manera que pensar que no aplican criterios se nos antoja extraño. Pero resulta que aplican principios tan descabellados y contradictorios entre sí que no pueden considerarse como tales. El último consiste en el que pudiéramos llamar “precio-bojote”, que al parecer tienen las bolsas de los llamados CLAP. “Todo por tanto”, dice el coordinador del comité, “pero no vuelva sino en la próxima quincena”. El criterio absurdo es la falta de criterio y eso es lo que conduce a la anarquía.
El más absurdo de todos criterios es esconder la información. Si usted no sabe si las papas han subido 10%, 20% o 40% no puede discutir con su marchante. Será lo que él diga o volver a la casa con las manos vacías. Lo que han hecho nuestro venerado Banco Central de Venezuela y el Instituto Nacional de Estadísticas es precisamente no brindar información. No sabemos, por ejemplo, si los alquileres han aumentado al doble o al triple, lo que nos mantiene indefensos ante el casero, a menos que vayamos al ministerio para el poder popular, que resolverá en la próxima década.
Un amigo estadístico me decía que uno de los problemas que se presentaban cuando se quería dar información y presentar un índice de precios creíble en una situación altamente inflacionaria era que no sabía a cuál fuente recurrir, porque unas daban un precio y otras, otro. Si además las cifras se mantienen ocultas, el problema es más grave.
Pero, como ya estamos experimentando en Venezuela, la anarquía de precios es un problema que rebasa la vida económica. Es capaz de transformarse, de hecho se transforma, en anarquía social. No quiero dar ejemplos. Pero recuerdo haber visto en Buenos Aires, en la calle Florida, cómo las ventanas de los bancos, protegidas por láminas de acero, habían sido abatidas (¿se dice así, Cicpc?) por la furia popular.
La anarquía no es un resultado de la inflación acelerada, sino parte de ella. La pérdida del valor de la moneda no conduce a la degradación moral sino que le es constitutiva. Todo el derrumbe, despeñadero, que decía un intelectual presuntuoso, es una realidad que lamentablemente no podemos observar desde lejos.
Ejemplo: quería ir a Cumaná la semana pasada. Me preparaba para ello buscando la comida que, según me informaban, no se conseguía más allá del río Neverí, cuando me enteré de que los descendientes del cacique Maragüey se habían sublevado y los herederos del Mariscal Sucre habían perdido la paciencia. Con prudencia, y quizás algo de cobardía, decidí quedarme en casa.
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