Editorial El Nacional
Los pasillos de los organismos internaciones son como una fina caja de resonancia. Tan fina que lo que se murmura, o se comenta en voz baja, finalmente se percibe por toda la sala. Después de la sesión de la OEA, dos embajadores sureños conversaban sobre Delcy. Uno de ellos soltó una pregunta: “¿En tu Cancillería qué nivel tendría esa señora”? Su respuesta: “No pasa de segundo secretario”. ¿Y en la tuya…? “¡En la mía no pasa el concurso de admisión!”
Con dos atornillados embajadores a sus espaldas como Chaderton y Bernardo Álvarez, uno de carrera y el otro empalagado por múltiples beneficios de sus cargos en la diplomacia, fueron incapaces de advertirle a la señora Rodríguez que en ese club de gobiernos que es la OEA, se requiere de un mínimo de estilo e inteligencia para mantener las formas que son necesarias en esos recintos.
Para muestra basta un botón: ¿De quién de los dos fue la genial idea de dejar sentar a la canciller de Venezuela en esa reunión a la que solo debían asistir embajadores?
Todos en la OEA conocían ciertamente la tragedia que vive Venezuela. Hasta el simpático embajador de Bolivia –a quien nadie le ha explicado que no se acostumbra usar sombrero bajo techo porque eso le acalora sus ya escasas neuronas– conoce perfectamente de que se trata la crisis de su socio del Alba. En diplomacia una cosa es la solidaridad automática y otra es el tiempo real en que esa solidaridad perdura.
Desde el sonoro ¡Ajá! del presidente del Consejo, Juan José Arcuri, que generó carcajadas y además le hizo a la canciller un reclamo por la confusión de sus intervenciones, hasta llegar a la votación para aprobar el orden del día y escuchar lo que el gobierno de Venezuela no quería (que se presentara el impecable informe de Almagro), la representación de Venezuela no hizo sino llevar palo.
Maduro movió a sus aliados del Caribe, pero ya no son tan solidarios o son mal agradecidos. Tampoco sus socios de Mercosur lo apoyaron, y la mayoría de América Latina votó a favor e igual lo hicieron en bloque los países de América del Norte. Y, para colmo, de nada sirvió el viaje de Maduro a Jamaica y Trinidad: el primero votó por el sí y el segundo se abstuvo. Ni los mejores amigos de Colombia en un día tan importante por la firma de los acuerdos de paz fueron benevolentes.
Lo más lamentable fue que una sesión administrativa terminó siendo una batalla a la sombra que poco ayudó a Maduro. La derrota le demostró al mundo que esta gente no merece gobernar al país no solo por su mal ejercicio del poder y por la crisis en que nos han sumergido, sino porque su estilo es demasiado ramplón como lo demuestra la señora Delcy.
Por lo demás, es justo que los hoy representantes de los países de América ante la OEA soliciten a sus gobiernos que también los condecoren como lo hizo el cortesano ministro de la Defensa con la funcionaria Delcy, porque ellos también fueron parte de la batalla heroica que, según Maduro, fue una gran victoria diplomática.
Lo cierto es que el señor Almagro, con cara de yo no fui, desnudó al chavismo y lo dejó con el trasero al aire.
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