Como todos los domingos, estoy en el mercado de calle que queda a la vuelta de casa. Huele a paella, samosas, paninis, kebabs, curris, chorizo, queso feta y parmesano. Una versión en miniatura de la ciudad donde vivo. En Londres todas las nacionalidades están representadas, se habla en todos los idiomas y se escucha inglés con todos los acentos. De sus ocho millones de habitantes, más de tres millones nacieron fuera del país. Es una ciudad que abrazó la globalización y el avance tecnológico. Atrae a gente de alto nivel educativo de todo el mundo. Atrae empresas e ideas. Atrae innovación y trabajo. Y es rica gracias a eso. Londres genera más del 20% del PBI del Reino Unido y su ingreso per cápita es cuatro veces el del promedio nacional.
Conferencias que incluyen sábados y domingos, chats en la tarde con coautores cuyo huso horario es de mañana, jetlag frecuente, factores que hacen perder la noción del día de la semana con facilidad. Al estar inmersos en trabajos globalizados en ciudades globalizadas también es fácil perder la noción de lo que la globalización dejó atrás, pero en especial olvidar a quiénes dejó atrás.
Si bien la inmigración y el progreso tecnológico implican creación de valor y riqueza, los beneficios no se distribuyeron entre todos. Los precios de las viviendas forzaron a muchos locales a irse a las afueras. En el interior de Inglaterra, en las zonas industriales, se esfumaron las fuentes de trabajo. La industria manufacturera pasó de representar el 40% del PBI británico en 1970 a apenas algo más del 10% hoy. Es todavía más dramática la evolución de la minería.
¿Fue la globalización? ¿Fue el avance tecnológico?
Es posible que ambas. Lo cierto es que comunidades enteras que durante generaciones vivieron alrededor de polos industriales vieron cambiar en sólo tres décadas su estilo de vida, sus tradiciones, su cotidianidad y su futuro.
A raíz de los recientes hallazgos de los investigadores Anne Case y Angus Deaton, ya se habla de consecuencias incluso peores para la clase trabajadora de los EE.UU., en contraste con el resto de la población estadounidense. La mortalidad entre hombres blancos de edad mediana, por ejemplo, ha aumentando en los últimos 15 años, principalmente por problemas relacionados con consumo de alcohol, drogas e incluso el suicidio.
Ni el gobierno británico, ni el de la Unión Europea ni el de Estados Unidos han logrado mitigar (mucho menos revertir) las consecuencias sobre los perdedores de la globalización. En muchos casos porque no lo vieron: desmerecieron las protestas como nostalgias del pasado. Y en el mejor de los casos les pasaron un cheque, algo que dio lugar a un caldo de cultivo donde un mensaje populista y “anti-establishment”, aliñado con una pizca de xenofobia, tocó las sensibilidades de los votantes.
Las zonas industriales inglesas votaron decisivamente a favor de irse de la Unión Europea, incluso aquellas regiones que exportan sus productos al continente y reciben subsidios europeos por pobreza o por el cierre de las minas.
Es fácil desmerecer ese voto.
No entendieron que irse de la Unión Europea empeorará aún más su situación. Pero éste no fue un voto a una propuesta hacia el futuro. Fue, sobre todas las cosas, un voto enojado.
No hay nada positivo que rescatar del referendo británico. Todos perdimos.
El país al cual todos sueñan con volver no existe. Y el país globalizado e internacionalista con el que yo sueño, tampoco.
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