MARIANO NAVA CONTRERAS| EL UNIVERSAL
viernes 2 de agosto de 2013 12:00 AM
Hace pocos días el presidente de la Academia Venezolana de la Lengua me hizo el inmenso honor de invitarme a una sesión especial, en verdad muy especial, de esa corporación. Se trataba de un merecidísimo homenaje al más longevo de sus miembros, Ramón J. Velásquez. A la casa, grande y muy sencilla como son las casas de los abuelos, se fueron presentando con puntualidad los académicos para escuchar los discursos de homenaje que pronunciaban el Presidente y el Secretario, según marca el protocolo. A estas palabras que escuchaba el Dr. Velásquez recostado en su sillón, se unieron las de otros académicos que querían hacer su homenaje personal, o simplemente formar parte del coro de los merecidísimos encomios. El Dr. Velásquez finalmente respondió con lentas palabras, agradecido y emocionado. Un sencillo brindis con jugos de las frutas nuestras y bocadillos tachirenses cerró la pequeña reunión.
Con el protocolo pasa algo muy curioso, y es que a algunos los fascina, otros lo detestan, a muchos los aburre y casi nadie lo comprende, pero más allá de lo oportuno o lo tedioso de las formas nadie podrá atreverse a dudar de lo atinado y necesario que fue este homenaje. Ramón J. Velásquez es simplemente la personificación de lo mejor de nuestro siglo XX. Nacido en los Andes tachirenses en 1916, vino muy pronto a Caracas para hacerse Doctor en Ciencias Políticas, pero también abogado, jurista, periodista, historiador, político y hombre de Estado. Su extensa bibliografía comprende estudios que resultan imprescindibles a la hora de entender la intrincada esquina de nuestros siglos XIX y XX. Obras como La caída del liberalismo amarillo (1972), Confidencias imaginarias de Juan Vicente Gómez (1978), la coordinación de las colecciones Pensamiento político venezolano del siglo XIX y Pensamiento político venezolano del siglo XX, o más recientemente sus Memorias del siglo XX (2005) quedan como clásicos para el estudio de lo que somos.
Hombre dedicado al servicio de la nación, sorprende su disposición para colaborar con la construcción del país, cualquiera fuera el gobierno, cualquiera fuera su color. Preso político durante la dictadura de Pérez Jiménez, fue secretario de la presidencia de la República con Rómulo Betancourt en 1963, ministro de Comunicaciones con Rafael Caldera en 1971, senador por el estado Táchira entre 1974 y 1993, presidente de la Comisión para la Reforma del Estado creada por Lusinchi en 1984 y de la Comisión Presidencial Colombo-venezolana creada por Carlos Andrés Pérez en 1989. La prueba de fuego le llegó al asumir la presidencia de la República en 1993, cuando el Congreso lo designó por consenso tras la destitución del presidente Pérez y tuvo que afrontar la delicada crisis política que entonces se desató. Sin embargo, Ramón J. Velásquez pudo preservar intactas las instituciones democráticas y entregó, sin mayores traumas, la banda presidencial a Rafael Caldera el 1 de febrero de 1994. También el Táchira, y los Andes en general, le deben iniciativas como la creación de Corpoandes o la Biblioteca de Autores y Temas Tachirenses.
No me queda duda, si hay algo que hoy se impone en esta Venezuela del odio y la maledicencia, de los improperios y los fanatismos, es rescatar al país agradecido, al país generoso que reconoce los servicios y los trabajos de sus ciudadanos esforzados. No puede ser que nuestros prohombres y servidores públicos queden relegados al ostracismo al final de su vida solo porque no comparten las ideas de turno. No me cabe duda de que la vía hacia la reconciliación pasa inexorablemente por la justicia, y la justicia no puede entenderse sin la gratitud y el reconocimiento a quienes han dado su salud y su tranquilidad por el bien del país, cualquiera fuera su bando, cualesquiera sus ideas, cualquiera su posición política. Si la vida y la muerte están más allá de las pasiones, el país también debería estar más allá de la política. Al país humano, al país de la gente buena y sencilla me refiero. En lo que a mí respecta, estoy muy agradecido a los miembros de la Academia de la Lengua que me acogieron tan generosamente, y en especial a su Presidente, a quien debo la invitación y debo también la inolvidable experiencia de haber podido estrechar las manos de este anciano sabio nuestro, y de haber podido intercambiar con él palabras que guardaré en mi memoria.
Con el protocolo pasa algo muy curioso, y es que a algunos los fascina, otros lo detestan, a muchos los aburre y casi nadie lo comprende, pero más allá de lo oportuno o lo tedioso de las formas nadie podrá atreverse a dudar de lo atinado y necesario que fue este homenaje. Ramón J. Velásquez es simplemente la personificación de lo mejor de nuestro siglo XX. Nacido en los Andes tachirenses en 1916, vino muy pronto a Caracas para hacerse Doctor en Ciencias Políticas, pero también abogado, jurista, periodista, historiador, político y hombre de Estado. Su extensa bibliografía comprende estudios que resultan imprescindibles a la hora de entender la intrincada esquina de nuestros siglos XIX y XX. Obras como La caída del liberalismo amarillo (1972), Confidencias imaginarias de Juan Vicente Gómez (1978), la coordinación de las colecciones Pensamiento político venezolano del siglo XIX y Pensamiento político venezolano del siglo XX, o más recientemente sus Memorias del siglo XX (2005) quedan como clásicos para el estudio de lo que somos.
Hombre dedicado al servicio de la nación, sorprende su disposición para colaborar con la construcción del país, cualquiera fuera el gobierno, cualquiera fuera su color. Preso político durante la dictadura de Pérez Jiménez, fue secretario de la presidencia de la República con Rómulo Betancourt en 1963, ministro de Comunicaciones con Rafael Caldera en 1971, senador por el estado Táchira entre 1974 y 1993, presidente de la Comisión para la Reforma del Estado creada por Lusinchi en 1984 y de la Comisión Presidencial Colombo-venezolana creada por Carlos Andrés Pérez en 1989. La prueba de fuego le llegó al asumir la presidencia de la República en 1993, cuando el Congreso lo designó por consenso tras la destitución del presidente Pérez y tuvo que afrontar la delicada crisis política que entonces se desató. Sin embargo, Ramón J. Velásquez pudo preservar intactas las instituciones democráticas y entregó, sin mayores traumas, la banda presidencial a Rafael Caldera el 1 de febrero de 1994. También el Táchira, y los Andes en general, le deben iniciativas como la creación de Corpoandes o la Biblioteca de Autores y Temas Tachirenses.
No me queda duda, si hay algo que hoy se impone en esta Venezuela del odio y la maledicencia, de los improperios y los fanatismos, es rescatar al país agradecido, al país generoso que reconoce los servicios y los trabajos de sus ciudadanos esforzados. No puede ser que nuestros prohombres y servidores públicos queden relegados al ostracismo al final de su vida solo porque no comparten las ideas de turno. No me cabe duda de que la vía hacia la reconciliación pasa inexorablemente por la justicia, y la justicia no puede entenderse sin la gratitud y el reconocimiento a quienes han dado su salud y su tranquilidad por el bien del país, cualquiera fuera su bando, cualesquiera sus ideas, cualquiera su posición política. Si la vida y la muerte están más allá de las pasiones, el país también debería estar más allá de la política. Al país humano, al país de la gente buena y sencilla me refiero. En lo que a mí respecta, estoy muy agradecido a los miembros de la Academia de la Lengua que me acogieron tan generosamente, y en especial a su Presidente, a quien debo la invitación y debo también la inolvidable experiencia de haber podido estrechar las manos de este anciano sabio nuestro, y de haber podido intercambiar con él palabras que guardaré en mi memoria.
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