Por Prodavinci | 22 de Septiembre, 2013
Gabriel García Márquez
Alvaro
Mutis y yo habíamos hecho el pacto de no hablar en público el uno del
otro, ni bien ni mal, como una vacuna contra la viruela de los elogios
mutuos. Sin embargo, hace 10 años justos y en este mismo sitio, él violó
aquel pacto de salubridad social, sólo porque no le gustó el peluquero
que le recomendé. He esperado desde entonces una ocasión para comerme el
plato frío de la venganza, y creo que no habrá otra más propicia que
ésta.
Alvaro
contó entonces cómo nos había presentado Gonzalo Mallarino en la
Cartagena idílica de 1949. Ese encuentro parecía ser en verdad el
primero, hasta una tarde de hace tres o cuatro años, cuando le oí decir
algo casual sobre Félix Mendelssohn. Fue una revelación que me
transportó de golpe a mis años de universitario en la desierta salita de
música de la Biblioteca Nacional de Bogotá, donde nos refugiábamos los
que no teníamos los cinco centavos para estudiar en el café. Entre los
escasos clientes del atardecer yo odiaba a uno de nariz heráldica y
cejas de turco, con un cuerpo enorme y unos zapatos minúsculos como los
de Buffalo Bill, que entraba sin falta a las cuatro de la tarde, y pedía
que tocaran el concierto de violín de Mendelssohn. Tuvieron que pasar
40 años, hasta aquella tarde en su casa de México, para reconocer de
pronto la voz estentórea, los pies de Niño Dios, las temblorosas manos
incapaces de pasar una aguja por el ojo de un camello.
“Carajo”, le dije derrotado.”De modo que eras tú”.
Lo
único que lamenté fue no poder cobrarle los resentimientos atrasados,
porque ya habíamos digerido tanta música juntos, que no teníamos caminos
de regreso. De modo que seguimos de amigos, muy a pesar del abismo
insondable que se abre en el centro de su vasta cultura, y que ha de
separarnos para siempre: su insensibilidad para el bolero.
Alvaro
había sufrido ya los muchos riesgos de sus oficios raros e
innumerables. A los 18 años, siendo locutor de la Radio Nacional, un
marido celoso lo esperó armado en la esquina, porque creía haber
detectado mensajes cifrados a su esposa en las presentaciones que él
improvisaba en sus programas. En otra ocasión, durante un acto solemne
en este mismo palacio presidencial, confundió y trastocó los nombres de
los dos Lleras mayores. Más tarde, ya como especialista de relaciones
públicas, se equivocó de película en una reunión de beneficencia, y en
vez de un documental de niños huérfanos les proyectó a las buenas
señoras de la sociedad una comedia pornográfica de monjas y soldados,
enmascarada bajo un título inocente: El cultivo del naranjo. Fue también
jefe de relaciones públicas de una empresa aérea que se acabó cuando se
le cayó el último avión. El tiempo de Alvaro se le iba en identificar
los cadáveres, para darles la noticia a las familias de las víctimas
antes que a los periódicos. Los parientes desprevenidos abrían la puerta
creyendo que era la felicidad, y con sólo reconocer la cara caían
fulminados con un grito de dolor.
En
otro empleo más grato había tenido que sacar de un hotel de Barranquilla
el cadáver exquisito del hombre más rico del mundo. Lo bajó en posición
vertical por el ascensor de servicio en un ataúd comprado de emergencia
en la funeraria de la esquina. Al camarero que le preguntó quién iba
dentro, le dijo: “El señor obispo”. En un restaurante de México, donde
hablaba a gritos, un vecino de mesa trató de agredirlo, creyendo que en
realidad era Walter Winchell, el personaje de Los Intocables que Alvaro
doblaba para la televisión. Durante sus 23 años de vendedor de películas
enlatadas para América Latina, le dio 17 veces la vuelta al mundo sin
cambiar el modo de ser.
Lo
que más aprecié desde siempre es su generosidad de maestro de escuela,
con una vocación feroz que nunca pudo ejercer por el maldito vicio del
billar. Ningún escritor que yo conozca se ocupa tanto como él de los
otros, y en especial de los más jóvenes. Los instiga a la poesía contra
la voluntad de sus padres, los pervierte con libros secretos, los
hipnotiza con su labia florida y los echa a rodar por el mundo,
convencidos de que es posible ser poeta sin morir en el intento.
Nadie
se ha beneficiado más que yo de esa escasa virtud. Ya conté alguna vez
que fue Alvaro quien me llevó mi primer ejemplar de Pedro Páramo y me
dijo: “Ahí tiene, para que aprenda”. Nunca se imaginó en la que se había
metido. Pues con la lectura de Juan Rulfo aprendí no sólo a escribir de
otro modo, sino a tener siempre listo un cuento distinto para no contar
el que estoy escribiendo. Mi víctima absoluta de ese sistema salvador
ha sido Alvaro Mutis desde que escribí Cien Años de Soledad. Casi todas
las noches fue a mi casa durante 18 meses para que le contara los
capítulos terminados, y de ese modo captaba sus reacciones aunque no
fuera el mismo cuento. El los escuchaba con tanto entusiasmo que seguía
repitiéndolos por todas partes, corregidos y aumentados por él. Sus
amigos me los contaban después tal como Alvaro se los contaba, y muchas
veces me apropié de sus aportes. Terminado el primer borrador se lo
mandé a su casa. Al día siguiente me llamó indignado:
“Usted me ha hecho quedar como un perro
con mis amigos”, me gritó. “Esta vaina no tiene nada que ver con lo que
me había contado”.
Desde entonces ha
sido el primer lector de mis originales. Sus juicios son tan crudos,
pero también tan razonados, que por lo menos tres cuentos míos murieron
en el cajón de la basura porque él tenía razón contra ellos. Yo mismo no
podría decir qué tanto hay de él en casi todos mis libros, pero hay
mucho.
Me preguntan a menudo cómo es que esta
amistad ha podido prosperar en estos tiempos tan ruines. La respuesta es
simple: Alvaro y yo nos vemos muy poco, y sólo para ser amigos. Aunque
hemos vivido en México más de 30 años, y casi vecinos, es allí donde
menos nos vemos. Cuando quiero verlo, o él quiere verme, nos llamamos
antes por teléfono para estar seguros de que queremos vernos. Sólo una
vez violé esta regla de amistad elemental, y Alvaro me dio entonces una
prueba máxima de la clase de amigo que es capaz de ser.
Fue así: ahogado de tequila, con un amigo
muy querido, toqué a las cuatro de la madrugada en el apartamento donde
Alvaro sobrellevaba su triste vida de soltero y a la orden. Sin
explicación alguna, ante su mirada todavía embobecida por el sueño,
descolgamos un precioso óleo de Botero, de un metro y veinte por un
metro; nos lo llevamos sin explicaciones e hicimos con él lo que nos dio
la gana. Alvaro no me ha dicho nunca una palabra sobre el asalto, ni
movió un dedo para saber del cuadro, y yo he tenido que esperar hasta
esta noche de sus primeros 70 años para expresarle mi remordimiento.
Otro buen sustento de esta amistad es que
la mayoría de las veces en que hemos estado juntos, ha sido viajando.
Esto nos ha permitido ocuparnos de otros y de otras cosas la mayor parte
del tiempo, y sólo ocuparnos el uno del otro cuando en realidad valía
la pena. Para mí, las horas interminables de carreteras europeas han
sido la universidad de artes y letras donde nunca estuve. De Barcelona a
Aix-en-Provence aprendí más de 300 kilómetros sobre los cátaros y los
papas de Aviñón. Así en Alejandría como en Florencia, en Nápoles como en
Beirut, en Egipto como en París.
Sin embargo, la enseñanza más enigmática
de aquellos viajes frenéticos fue a través de la campiña belga,
enrarecida por la bruma de octubre y el olor de caca humana de los
barbechos recién abandonados. Alvaro había manejado durante más de tres
horas, aunque nadie lo crea, en absoluto silencio. De pronto dijo: “País
de grandes ciclistas y cazadores”. Nunca nos explicó qué quiso decir,
pero nos confesó que él lleva dentro un bobo gigantesco, peludo y
babeante, que en sus momentos de descuido suelta frases como aquella,
aun en las visitas más propias y hasta en los palacios presidenciales, y
tiene que mantenerlo a raya mientras escribe, porque se vuelve loco y
se sacude y patalea por las ansias de corregirle los libros.
Con todo, los mejores recuerdos de esa
escuela errante no han sido las clases, sino los recreos. En París,
esperando que las señoras acabaran de comprar, Alvaro se sentó en las
gradas de una cafetería de moda, torció la cabeza hacia el cielo, puso
los ojos en blanco y extendió su trémula mano de mendigo. Un caballero
impecable le dijo con la típica acidez francesa: “Es un descaro pedir
limosna con semejante suéter de cachemir”. Pero le dio un franco. En
menos de 15 minutos recogió 40.
En Roma, en casa de Francesco Rosi,
hipnotizó a Fellini, a Mónica Vitti, a Alida Valli, a Alberto Moravia, a
la flor y nata del cine y de las letras italianas, y los mantuvo en
vilo durante horas, contándoles sus historias truculentas del Quindío en
un italiano inventado por él, y sin una sola palabra de italiano. En un
bar de Barcelona recitó un poema con la voz y el desaliento de Pablo
Neruda, y alguien que había escuchado a Neruda en persona le pidió un
autógrafo creyendo que era él. Un verso suyo me había inquietado desde
que lo leí: “Ahora que sé que nunca conoceré Estambul”.
Un verso extraño en un monárquico
insalvable, que nunca había dicho Estambul sino Bizancio, como no decía
Leningrado sino San Petersburgo mucho antes de que la historia le diera
la razón. No sé por qué tuve el presagio de que debíamos exorcizar aquel
verso conociendo Estambul. De modo que lo convencí de que nos fuéramos
en un barco lento, como debe ser cuando uno desafía al destino. Sin
embargo, no tuve un instante de sosiego durante los tres días que
estuvimos allí, asustado por el poder premonitorio de la poesía. Sólo
hoy, cuando Alvaro es un anciano de 70 años y yo un niño de 66, me
atrevo a decir que no lo hice por derrotar un verso, sino por contrariar
a la muerte.
De todos modos, la única vez en que de
veras me he creído a punto de morir, también estaba con Alvaro.
Rodábamos a través de la Provenza luminosa, cuando un conductor demente
se nos vino encima en sentido contrario. No me quedó otro recurso que
dar un golpe de volante a la derecha sin tiempo para mirar adónde íbamos
a caer. Por un instante sentí la sensación fenomenal de que el volante
no me obedecía en el vacío. Carmen y Mercedes, siempre en el asiento
posterior, permanecieron sin aliento hasta que el automóvil se acostó
como un niño en la cuneta de un viñedo primaveral. Lo único que recuerdo
de aquel instante es la cara de Alvaro en el asiento de al lado, que me
miraba un segundo antes de morir con un gesto de conmiseración que
parecía decir:
“¡Pero qué está haciendo este pendejo!”.
Estos
exabruptos de Alvaro nos sorprenden menos a quienes conocimos y
padecimos a su madre, Carolina Jaramillo, una mujer hermosa y alucinada
que no volvió a mirarse en un espejo desde los 20 años porque empezó a
verse distinta de como se sentía. Siendo ya una abuela avanzada andaba
en bicicleta y vestida de cazador, poniendo inyecciones gratis en las
fincas de la sabana. En Nueva York le pedí una noche que se quedara
cuidando a mi hijo de 14 meses mientras íbamos al cine. Ella nos
advirtió con toda seriedad que tuviéramos cuidado, porque en Manizales
había hecho el mismo favor con un niño que no paraba de llorar, y tuvo
que callarlo con un dulce de moras envenenadas. A pesar de eso se lo
encomendamos otro día en los almacenes Macy’s, y cuando regresamos la
encontramos sola. Mientras los servicios de seguridad buscaban al niño,
ella trató de consolarnos con la misma serenidad tenebrosa de su hijo:
“No se preocupen. También Alvarito se me perdió en Bruselas cuando tenía siete años, y ahora vean lo bien que le va”.
Por
supuesto que le iba bien, si era una versión culta y magnificada de
ella, y conocido en medio planeta, no tanto por su poesía como por ser
el hombre más simpático del mundo. Por dondequiera que pasaba iba
dejando el rastro inolvidable de sus exageraciones frenéticas, de sus
comilonas suicidas, de sus exabruptos geniales. Sólo quienes lo
conocemos y lo queremos más sabemos que no son más que aspavientos para
asustar a sus fantasmas. Nadie puede imaginarse cuál es el altísimo
precio que paga Alvaro Mutis por la desgracia de ser tan simpático. Lo
he visto tendido en un sofá, en la penumbra de su estudio, con un
guayabo de conciencia que no le envidiaría ninguno de sus felices
auditores de la noche anterior. Por fortuna, esa soledad incurable es la
otra madre a la que debe su inmensa sabiduría, su descomunal capacidad
de lectura, su curiosidad infinita, y la hermosura quimérica y la
desolación interminable de su poesía.
Lo
he visto escondido del mundo en las sinfonías paquidérmicas de Bruckner
como si fueran divertimentos de Scarlatti. Lo he visto en un rincón
apartado de un jardín de Cuernavaca, durante unas largas vacaciones,
fugitivo de la realidad por el bosque encantado de las obras completas
de Balzac. Cada cierto tiempo, como quien va a ver una película de
vaqueros, relee de una tirada En busca del tiempo perdido. Pues una
buena condición para que lea un libro es que no tenga menos de 1.200
páginas. En la cárcel de México, adonde estuvo por un delito del que
disfrutamos muchos escritores y artistas, y que sólo él pagó, permaneció
los 16 meses que él considera los más felices de su vida.
Siempre
pensé que la lentitud de su creación era causada por sus oficios
tiránicos. Pensé además que estaba agravada por el desastre de su
caligrafía, que parece hecha con pluma de ganso, y por el ganso mismo, y
cuyos trazos de vampiro harían aullar de pavor a los mastines en la
niebla de Transilvania. El me dijo cuando se lo dije, hace muchos años,
que tan pronto como se jubilara de sus galeras iba a ponerse al día con
sus libros. Que haya sido así, y que haya saltado sin paracaídas de sus
aviones eternos a la tierra firme de una gloria abundante y merecida, es
uno de los grandes milagros de nuestras letras: ocho libros en seis
años.
Basta
leer una sola página de cualquiera de ellos para entenderlo todo: la
obra completa de Alvaro Mutis, su vida misma, son las de un vidente que
sabe a ciencia cierta que nunca volveremos a encontrar el paraíso
perdido. Es decir: Maqroll no es sólo él, como con tanta facilidad se
dice. Maqroll somos todos.
Quedémonos
con esta azarosa conclusión, quienes hemos venido esta noche a cumplir
con Alvaro estos 70 años de todos. Por primera vez sin falsos pudores,
sin mentadas de madre por miedo de llorar, y sólo para decirle con todo
el corazón, cuánto lo admiramos, carajo, y cuánto lo queremos.
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